Miguel Vidal
Una embolia sufrida hace tres meses le ha causado la muerte.
Ladislao Kubala Stecz, el mejor futbolista de la historia del
Barcelona y uno de los mejores del mundo, fallecía ayer en un
clínica de Barcelona a los 74 años de edad. No es ninguna obviedad
decir que el fútbol está de luto, porque la noticia sin duda habrá
sobrecogido a los aficionados de todo el mundo. Por lo que
representó Ladislao Kubala en su día y por la estela de bonhomía
que dejó a su paso. Por Kubala lloran los aficionados, pero los
amigos tenemos el corazón roto. A mi particularmente es como si se
me hubiera ido un hermano mayor, tal era la amistad que llegó a
unirme con este húngaro universal. Comencé a tratarle cuando
accedió al cargo de seleccionador nacional de fútbol e hice
multitud de viajes con él.
Alguno de esos viajes marcaría nuestras vidas para siempre, como aquél en que yendo a un partido Grecia-Yugoslavia en Atenas nos sorprendió en la escala de Roma un atentado fedayín a un avión de la Pan Am, con el resultado de ochenta muertos. O aquél otro a Belfast para un Irlanda del Norte-URSS cuando las luchas religiosas estaban en su punto álgido. O aquél a Split para un Yugoslavia-Austria en el que Miljan Miljanic nos tendió el cebo de dos mujeres de postín. Pero ningún viaje como el que hice a su pasado. Lazsi tenía pánico a viajar a Hungria. Siempre lo tuvo, incluso cuando el fútbol le llevó una vez a Budapest con la selección española. Entonces apenas salió del hotel, en la isla Margarita, enmedio del rio Danubio, equidistante tanto del barrio de Pest, donde vino al mundo el 10 de junio de 1927, como del de Buda, donde vive su gran amigo Ferenc Puskas. El hotel era como tierra de nadie.
«Si tú vienes conmigo, iremos a Budapest», me dijo un día de noviembre de 1996 cuando le propuse el viaje a sus raíces. Yo estaba haciendo una serie de reportajes en el Diario «AS» con el título genérico de «Paisajes con figura». Eso es: el personaje en su ambiente. Donde nació. Así fue como pude profundizar en la apasionante vida de Ladislao Kubala, recorrer con él los paisajes de su niñez. Empezando por la casa donde pasó los primeros años, de una pobreza extrema. «Mi infancia fue muy solitaria y pobre. Fuí hijo único y me pasaba muchas horas sólo porque mi padre, Pablo, que murió de un infarto en 1945, jugaba profesionalmente como extremo y al mismo tiempo trabajaba como albañil. Mi madre, Ana, trabajaba en una fábrica de cartones», contaba con lágrimas en los ojos mientras unas calles más arriba me mostraba el colegio donde estudió. Poco, porque su salida sería el fútbol. «A los 15 años me hicieron ficha de profesional en Primera con el Ganz, que era el equipo de una fábrica de trenes. En 1945, con la muerte de mi padre mi vida cambió», seguía contando.
1945 , en efecto, cambió su vida. Ladislao Kubala fichó por el Ferencvaros, pero su madre, viuda, no se adaptaba a la soledad y se fueron a vivir a su ciudad natal, Bratislava. Allí Kubala fichó por el Slovan y comenzó a tejer su leyenda. Había sido internacional húngaro, le hicieron internacional por Checoslovaquia, pero a la hora de hacer la mili volvió a Hungria. «Escapé de Hungria vestido de soldado soviético. Si me hubieran descubierto me habría fusilado en la frontera mismo», decía. «De todos modos yo he sido un tipo de suerte. Me salvé de morir fusilado en la frontera, pero también me salvé de morir en el accidente aéreo de Superga, ya que el Torino había querido que jugara con ellos el amistoso de Lisboa, pero el presidente del Pro Patria, donde yo jugaba algunos amistosos, no me dejó embarcar», rememoraba.
Con un equipo llamado Hungaria vino a España y fichó por el Barcelona, a pesar de que el Real Madrid financiaba la gira y tenía derecho de tanteo. José Samitier logró su firma y el Madrid se quedó sin Kubala, devolviendo de este modo la jugada con Di Stéfano, que iba para el Barcelona y acabó en el Madrid. Ladislao Kubala debutó con el Barcelona contra el Sevilla, en Nervión, el 29 de abril de 1951, y jugó diez años a pleno rendimiento de azulgrana.