La inflación se va convertir en la variable económica clave de 2022. La inflación lo condicionará todo: el comercio internacional, el ritmo de crecimiento y la generación de empleo.
Los buenos datos de inflación en los últimos 10 años nos han hecho olvidar la importancia de esta variable. La inflación es sinónimo de inequidad e incertidumbre. Inequidad, porque es un impuesto sobre los saldos monetarios que afecta especialmente a las rentas más humildes, e incertidumbre porque distorsiona nuestro patrón de valor, genera inestabilidad en los mercados y puede provocar alteraciones indeseadas en los precios relativos. El diferencial de inflación entre países genera inestabilidad cambiaria y comercial, mientras que en el interior de un país los deslizamientos de precios conllevan negociaciones y revisiones continuas de precios (no siempre pacíficas) entre los diversos sectores y participantes en los procesos productivos que implican cambios en la distribución de rentas entre trabajadores, empresarios y sector público.
Para evitar la inestabilidad, incertidumbre y falta de equidad que genera la inflación, la mayoría países desarrollados otorgan un alto grado de independencia a sus autoridades monetarias y les imponen como mandato mantener la estabilidad de precios. El Banco Central Europeo (BCE) o la Reserva Federal Americana tradicionalmente han adoptado como objetivo central de su política no superar una inflación del 2% anual y por esa circunstancia ahora deberían actuar.
En enero de 2021 el valor interanual del índice de precios al consumo (IPC) español fue del 0,5% (0,0% en febrero). Desde entonces, la inflación empezó a subir hasta alcanzar el 6,5% a finales de 2021 (7,4% en febrero de 2022). El objetivo del 2% quedaba muy atrás pero el BCE justificaba su inacción en que el aumento de precios era coyuntural y que, primero en otoño y más tarde en primavera, se retornaría a la normalidad. La coartada detrás de esta inacción era el bajo valor de la inflación subyacente que se mantenía muy estable aún en junio (0,2% frente al 2,7% del IPC) pero que ya en diciembre había superado el 2%, síntoma de que los efectos de segunda ronda se estaban incorporado y que el incremento de precios no era coyuntural. En realidad, el BCE estaba maniatado, la caída del PIB causada por la COVID le había llevado a implementar una gran expansión monetaria que no podía interrumpir sin frenar la recuperación económica.
Con la perspectiva actual, el aumento de inflación desde mediados de 2021 atribuido al consumo reprimido durante la pandemia y a los cuellos de botella y desacoples de las cadenas logísticas y productivas parecían dar credibilidad a los defensores de su naturaleza coyuntural. Pero ya a finales de 2021 con el rebrote de la sexta ola y los problemas recurrentes en los cuellos de botella (semiconductores, contenedores, electricidad, etc.) parecía existir una clara tendencia a que la inflación se mantuviera alta y los efectos de segunda ronda se consolidaran empujando hacia una posible espiral inflacionista. Ante tal situación, el BCE y la FED parecían obligados a aumentar tipos en un momento en el que la recuperación económica no estaba consolidada. Una política monetaria de carácter más restrictivo mientras se implementaba una política fiscal expansiva a través de los fondos Next Generatión no parecía el policy mixt más adecuado.
Pero lo más inesperado estaba por llegar. La invasión rusa de Ucrania, el aumento disparatado del gas y la electricidad, el bloqueo comercial de una zona de donde procede el 40% del gas que consume Europa, el 11% de las exportaciones mundiales de petróleo, el 18% del carbón, el 19% de la cebada, 14% del trigo, 52% del aceite de girasol y un largo etcétera (fertilizantes, hierro, aluminio, urea…), que venían a agravar el aumento ya presente en dichos precios a finales de 2021. La estanflación (inflación y estancamiento) se abre así camino como en los años setenta, un genio, como se ha dicho, que sale rápido de su lámpara pero que es muy difícil volver a meterlo en ella.l