La Tate Gallery londinense acoge estos días y hasta el próximo 2 de enero una exhaustiva muestra retrospectiva sobre los inicios de Barry Flanagan, uno de los escultores más representativos del siglo XX en Gran Bretaña. La exposición, que abarca la creación artística del galés, supone un homenaje, acaso tardío, a un artista que terminó su nómada existencia en Eivissa el 31 de agosto de 2009 a causa de una enfermedad degenerativa.
Su popularidad en Gran Bretaña, así como en el resto del mundo, la obtuvo con sus diferentes creaciones con las liebres como protagonistas. Sin embargo, la exhibición que estos días está cosechando en la capital británica un éxito sin precedentes se centra en la etapa creativa que transcurre entre los años 1965 y 1982, un periodo que comienza cuando Flanagan aún era un estudiante en la prestigiosa escuela de arte de Saint Martin's, que continúa con su primera exposición comercial individual poco tiempo después de terminar la escuela, en 1966 en la Rowan Gallery londinense, y, posteriormente, se centra en su proyección internacional hasta 1982, cuando había comenzado a hacer esculturas de bronce desde aproximadamente dos años y medio.
Andrew Wilson, comisario de la exposición junto a Clarrie Wallis, destaca la importancia del artista británico dentro de la matriz del radicalismo artístico de finales de los 60 diciendo que Flanagan «no era un artista conceptual, sino un artista de materiales y de proceso creativo».
Asimismo, Wilson se apresura en subrayar que, «lejos de ignorar sus esculturas de bronce de gran tamaño, en esta exposición las entendemos dentro del contexto del trabajo que había hecho en los quince años anteriores a esa etapa».
Método de expresión
Flanagan solía referirse a la escultura como «un marcador de significado anterior al lenguaje», asegura el comisario de la muestra, que añade que el galés «hablaba de sus trabajos como si fueran poesía, es decir, como esculturas no literarias». Así, Flanagan consideraba que la escultura es un arte que no necesita una explicación previa.
«Mientras visitas la exposición, va creciendo la sensación de creación de algo nuevo que se manifiesta en la historia, el mito, el ritual o ideas de este tipo, lo que otorga a cada pieza una fuerza casi talismánica», señala Wilson.
La variedad de materiales es una de las características que más sorprende al visitante de esta exposición. Arena, tela de saco, acero, piedra, arcilla, luz proyectada o cuerda, a priori materiales sencillos, son la base de una obra que no adoptó el bronce hasta que pasaron varios años.
«El bronce esconde un sentido de paradoja y contradicción», explica Andrew Wilson, que agrega: «Una de las cosas que más le gustaba a Barry Flanagan de este material al usar un sujeto como la liebre es que si las ves saltando en el campo se parece al mercurio, no puedes atraparlas y son efímeras. Él cogía esa imagen y la transformaba en bronce, que es el material más pesado, más tradicional y más monumental. De alguna manera, él transformó esa imagen efímera y la hizo permanente. En ese sentido es comparable a la gente que escribía sobre la manera de bailar de Nureyev, cuando saltaba y parecía flotar en el aire durante una milésima de segundo».
Fidelidad
«Con esta exposición hemos intentado ser lo más rigurosos posible con la manera en que estos trabajos fueron expuestos por primera vez», asegura Wilson al iniciar un recorrido por la exposición. «La primera sala es sobre la primera muestra comercial en solitario de Flanagan y contiene obras en escayola, en arena y algunos poemas, ya que Flanagan solía publicar en una revista de poesía».
«Las siguientes estancias contienen trabajos que cubren la etapa que va desde 1965 a 1966 y 1967 a 1969, respectivamente y sitúan a Flanagan en un contexto internacional como escultor de renombre», apunta el comisario.
El objetivo tanto de Andrew Wilson como de Clarrie Wallis a la hora de seleccionar las piezas que tenían cabida en esta gran retrospectiva fue el de «mostrar varias líneas de diferentes lenguajes narrativos a lo largo de los primeros años de su carrera en sus diferentes obras».
Eivissa como inspiración
«Flanagan tuvo una vida bastante nómada y los viajes fueron una constante a lo largo de su vida», explica Andrew Wilson sobre el escultor galés, que en 1987 se instaló en Eivissa. Desde entonces, alternó sus estancias en la Isla con sus viajes alrededor del mundo.
En los años 90 donó una obra al Museu d'Art Contemporani d'Eivissa. Se trataba de La cabeza de la diosa entre mis manos, titulada como el poema de Antonio Colinas en el que se inspiró. Escultor y poeta entablaron en la Isla una gran amistad.
«La sensación de ‘lugar' era muy importante para él», asevera Wilson, que confiesa que le resultaría difícil describir cómo influyó Eivissa en el trabajo del escultor, aunque está seguro de que así fue. «Estuvo en Eivissa durante mucho tiempo y es imposible que esta estancia no afectara a su obra, como ocurrió cuando trabajó en otros lugares. Siempre le atrajo la forma de vida de los lugares en los que residió y ese también fue el caso de la Isla», concluye.