Con fecha de día 11 de noviembre podemos leer que Abaqua ha adjudicado la gestión y explotación de la desaladora de Santa Eularia a la UTE Codeisa, unión de las empresas Acciona y Aqualia, y que el criterio es tanto técnico como económico. Y llama la atención ( o quizás no) que vuelva a tener una concesión la empresa Aqualia. Recordemos que es la misma empresa que en el año 2005 (septiembre) obtiene el contrato de obra para construir la desaladora por 42.9 millones de euros y que año y medio más tarde, febrero de 2007, solicita un modificado de obra valorado en 8 millones, que es aprobado y firmado en 2010. La misma empresa que más tarde denuncia incumplimiento de obligación de pago y que en diciembre de 2013 solicita resolución de contrato y el pago de 31 millones en concepto de inversión a reintegrar, coste fijo de la tarifa, lucro cesante e intereses. Un año más tarde, el Consejo de Obras Públicas con dictamen del Consejo de Estado autoriza la resolución del contrato y fija el pago en 26,1 millones.
Resulta llamativo que una empresa que denuncia a una Administración obtenga de esta, meses más tarde, la confianza necesaria como para obtener una concesión de gestión y explotación de una planta desalinizadora. O quizás no. Porque los últimos años nos están malacostumbrando a "políticas de amiguetes" en las que la obra pública se concede a ofertas que rayan con la baja temeraria (ofertas anormalmente bajas en contratos o licitaciones, atractivas para las administraciones que se jactan de decir que ahorran) y que, sospechosamente, durante el periodo de obra presentan modificados que engordan el coste total de la ejecución.
Asistimos a subastas cuyos pliegos de condiciones están vacíos pues el único criterio para adjudicar la obra es la oferta económica más baja. Las bajas temerarias afectan a toda la ciudadanía porque las obras se hacen con peores materiales, sin planificar, los edificios tienen una vida útil más corta y el mantenimiento es más caro, lo que se paga con los impuestos de todos. Hay que pedir más planificación de los proyectos, algo fundamental para evitar sobrecostes.
Cuando alguien encarga un trabajo con esas reglas, el mensaje de fondo es que la calidad es irrelevante. Si los precios de salida son ajustados, como es lícito en una institución que gestiona recursos públicos, premiar la baja económica de esa manera es reconocer implícitamente que se acepta el riesgo de comprometer la consecución de objetivos, lo cual no deja de ser probablemente una forma indirecta de malversación de fondos públicos.
Desde el punto de vista del ciudadano de la isla, el resumen sería que 12 años después de aprobarse su construcción, la desaladora de Santa Eularia no está funcionando aún, el coste total de la obra se ha incrementado en 26,1 millones de euros (que pagarán los bolsillos de los de siempre), y por si fuera poco, esta generando unos costes de mantenimiento que se detallan de la siguiente forma:
- Jefe de planta a media jornada, un encargado y dos operadores para un coste anual de 160.000€.
- Mantenimiento de las bombas y diversos equipos, así como de los sistemas eléctricos y antiincendios: 50.300€.
- Conservación de la obra civil y jardinería: 3.570€.
- Coste de energía eléctrica anual: 68.300€.
- Diversas cuestiones administrativas: 63.000€.
- Vehículos: 9.097€
- Seguros: 10.452€
- Limpieza y desratización: 4.824€.
TOTAL ANUAL: 369.543€.
Todo esto sin producir. Y entre tanto baile de cifras, a los políticos se les olvida (o quizás no), que en 2010 la ONU reconoce que el agua es un bien común, público y universal, al que todos deberían tener acceso por igual. La experiencia privatizadora deja de manifiesto una realidad basada en el incumplimiento de los compromisos de ampliar la cobertura de los servicios de agua y saneamiento, corrupción, notables incrementos en las tarifas y la marginación en el acceso de los sectores sociales más vulnerables. Los operadores privados NO garantizan el derecho humano al agua y al saneamiento en la medida en que sujetan su satisfacción a parámetros meramente económicos.
La asunción del agua como bien común conlleva considerarla como un patrimonio del planeta, que debe ser gestionado a partir de criterios de solidaridad, cooperación mutua, acceso colectivo, equidad, control democrático y sostenibilidad, que son, incompatibles con criterios mercantiles imbuidos de expectativas cortoplacistas de lucro privado y beneficio personal.
En nosotros, los ciudadanos, está la posibilidad de contemplar como el agua pasa a engrosar la lista de bienes mercantilizados en manos de unos pocos o plantar cara con toda nuestra fuerza para preservar una de las pocas cosas que nos es común a todos y que a todos nos permite seguir viviendo.