A Europa le ha sentado como un tiro el rechazo de los irlandeses al Tratado de Niza, que establece las bases de la futura ampliación de la UE hacia los países del Este y marca los mecanismos para la reforma de las instituciones que lo gobiernan. Dublín convocó la semana pasada un referéndum "la Constitución irlandesa obliga" para que fueran los ciudadanos quienes se pronunciaran al respecto.
Pero saltó la sorpresa y el «no» se impuso. La noticia ha caído fatal en los demás países europeos, que ven peligrar todos sus planes de ampliación, pues los protocolos exigen unanimidad de los miembros a la hora de aceptar nuevas incorporaciones. Pero el pueblo irlandés ha hablado y, aunque la participación ha sido escasa, lo ha hecho con claridad. Los partidos izquierdistas que promovían el «no» critican el funcionamiento poco democrático de las instituciones europeas, consideran también que ampliar la UE hacia el Este costará dinero a los demás integrantes y rechazan el proyecto de crear un «euroejército» porque Irlanda es un país tradicionalmente neutral.
El referéndum es, de hecho, el sistema más democrático que conocemos, pues nos da la posibilidad directa de aprobar o rechazar cualquier propuesta. De ahí que resulte grotesca la idea del Gobierno irlandés "sus ciudadanos le han puesto en un aprieto ante la próxima cumbre europea" de repetir la consulta tras realizar una campaña informativa más intensa. Los irlandeses gozan de una larga tradición democrática, saben lo que quieren y así lo han manifestado. Ha sido un toque de atención muy civilizado hacia las instituciones europeas, que ejercen su papel demasiado lejos del hombre de a pie, que a veces tiene la impresión de que las más importantes decisiones sobre su futuro se toman a sus espaldas.