La cara más cruenta del terror barrió la antigua Yugoslavia durante los años noventa dejando tras de sí un paisaje de sangre y duelo que hoy parece, al menos, en vías de superación. Cientos de miles de muertos, una destrucción imposible de imaginar en un país europeo y los métodos más atroces de tortura y venganza se dieron cita durante años en una guerra que, si bien promovió un criminal de la talla de Slobodan Milosevic, sólo fue posible por la indiferencia de la Unión Europea y de Estados Unidos, que prefirieron mirar los acontecimientos desde el otro lado.
Ahora una parte de aquel desastre ha desaparecido. Poco importa ya si le ha fallado el corazón o se ha suicidado, porque lo cierto es que Milosevic, el que fuera líder de los serbios en aquellos años de horror, ha muerto pacíficamente mientras era juzgado por el Tribunal Internacional de La Haya. Los delitos de los que se le acusa no pueden ser más explícitos: crímenes contra la humanidad, limpieza étnica y genocidio. Naturalmente, no fue sólo este «monstruo ávido de poder», ese «carnicero de los Balcanes», como lo califican algunos, el responsable de las matanzas en Bosnia y Croacia. Le acompañaron otros políticos y militares que siguen eludiendo la acción de la Justicia. Quienes en aquellos días gobernaban la zona han muerto también: el croata Franjo Tudjman y el bosnio Izetbegovic, pero aún permanecen vivos y en libertad Karadzic y Mladic, los ejecutores.
Si pretendemos que el Tribunal de La Haya conserve el poco prestigio que le queda y queremos una Europa verdaderamente unida y democrática, la detención y el juicio de estos dos criminales es ineludible. Quizá así, el viejo continente pueda mirar al futuro con cierta tranquilidad.