Desgraciadamente, la historia ha demostrado que una dictadura sirve para atenazar a la población de un país y, de paso, eliminar de raíz cualquier atisbo de separatismo, de luchas intestinas y, a la postre, de luchas de cualquier clase. La idea quedó corroborada en la antigua Yugoslavia, donde una vez desaparecido el dictador Tito, el país quedó desgarrado por los enfrentamientos internos entre etnias y confesiones que se odiaban de forma secular. Lo hemos visto nuevamente en Irak, donde la férrea bota de Sadam Husein mantenía bajo control el odio religioso de las distintas facciones musulmanas que conviven en el país. Derrocado el dictador y arrojada la minoría suní del poder, la guerra civil está a punto de hacerse oficial en una zona que, tres años después de la invasión norteamericana, sigue pareciéndose demasiado a un polvorín.
Tres años no son demasiados. En cualquier caso, no son suficientes para instaurar la democracia, instituciones estables y una mentalidad decididamente occidental o moderna en una población que hasta hace poco se ha regido por códigos tribales y feudales. De hecho, suníes, chiíes y kurdos continúan manteniendo un frágil equilibrio a la hora de repartirse el poder en esta transición hacia una normalidad que no llega. Porque Irak se encuentra en plena posguerra y, quizá, como temen muchos, a las puertas de una nueva guerra. No sólo la violencia campa a sus anchas en el país, sino que también la destrucción y la pobreza se hacen patentes día a día. Mientras la ayuda internacional trata de garantizar que se celebren elecciones, que se forme un sistema judicial y que haya partidos políticos, los iraquíes hacen cola para conseguir combustible, disfrutan de menos de seis horas de energía eléctrica al día y ven cómo su economía se reduce a niveles jamás conocidos.