Maldito viernes, malditos asesinos. Pasaban 8 minutos de las 10 de la noche. Circulaba por la carretera que me lleva a Santa Gertrudis y en el carrusel deportivo de la radio acababan de cantar el gol de Mario ante Inglaterra. En un momento dado, el conductor del programa cortó la verborrea del narrador para informar de unas explosiones en los aledaños del Estadio de Francia donde se disputaba un partido amistoso entre la selección bleu y Alemania. También se hacían eco de un tiroteo con dos muertos en una cafetería. En principio, decían las primeras informaciones, no guardaban ninguna relación.
Apenas 10 minutos después, el torrente en twitter era descorazonador. La evacuación del presidente Hollande del palco del estadio apuntaba que estábamos ante otra infamia terrorista. Los tiroteos se simultaneaban por diferentes distritos de París y, poco a poco, la cifra de víctimas iba creciendo. 18, 32, 40... y un centenar de personas secuestradas en la sala de conciertos Le Bataclan. Otra vez la etiqueta #JeSuiParis. Otra vez unas bestias que matan al grito de Alahu Akbar (Alá es el más grande). Otro cuerpo cargado de explosivos clama venganza por Siria. Justificaciones para lo injustificable. A través de las redes sociales varias víctimas urgían la entrada de las fuerzas de asalto en Le Bataclan. «Nos están ejecutando uno a uno». Los Hassassians habían triunfado una vez más y ya van unas cuantas. Hassassians era el nombre de una secta islámica chiíta que en el siglo XI se hizo famosa por su estrategia de asesinatos selectivos. Hassassians fue el origen del término asesino. Las bestias actuales han superado a sus ancestros.