El ocaso generalizado de la socialdemocracia europea es consecuencia de su manifiesta incapacidad de seguir atrayendo a votantes que antaño subyugados por sus promesas de un bienestar anestésico, hoy despiertan a la cruda realidad de un entorno mundial que ha cambiado radicalmente y para el que sus viejas recetas (quitarle a Juan para darle a Pedro para asegurarse la adhesión incondicional de este último, «democratizar la educación» eliminando la ética del esfuerzo y del mérito, forzar la igualdad de lo desigual y relativizar principios indispensables) son incapaces de ofrecer propuestas coherentes.
En un entorno mundial en el que el conocimiento ha sustituido al trabajo como motor de la economía global, los trabajadores antes embaucados por la cantinela socialdemócrata se encuentran hoy desorientados. En esta tesitura, no es de extrañar que su antigua clientela vote extrema derecha en Francia o extrema izquierda en España, Grecia y Portugal. Son los peligros de crear una clase trabajadora señorita adicta a la subvención, a la superprotección, a la fe ciega en la omnipotencia del Estado y al culto a lo políticamente correcto, a sustituir convicciones y principios por eslóganes y convertir en certidumbre su infantil inanidad. Como es lógico, la cosa dura lo que dura la fiesta de los déficits, la del gesto «social» muy por encima de los ingresos que ha de pagar a regañadientes la parte de la ciudadanía que trabaja y produce con su esfuerzo y sacrificio.
La nueva sociedad del conocimiento es la antítesis de la que proyectó esa socialdemocracia que, so pretexto de «democratizar la enseñanza», la degradó hasta extremos inconcebibles. Quienes pensaban que su título universitario -alcanzado sin esfuerzo y con becas que rara vez conllevaban exigencias de rendimiento académico iba a asegurarles un futuro profesional halagüeño se han ido percatando de la trampa en la que cayeron y de la que fueron cómplices interesados y, por cierto, nada inocentes. Ahora bien, lo curioso es que la reacción de esos titulados, analfabetos funcionales tan engreídos como frustrados, lejos de consistir en actos de contrición y propósitos de enmienda y reeducación se centra hoy en confiar su futuro a charlatanes populistas iluminados, tan analfabetos como ellos, que les prometen unos duros a cuatro pesetas que, de entrar en circulación, únicamente agravarían aún más su situación.
No seré yo quien derrame una sola lágrima por el desmerengamiento de una ideología política obsoleta destinada a desaparecer a corto plazo del mapa político europeo; su lamentable despropósito final habrá sido propiciar el auge de populismos de todo corte susceptibles de brasileñizar las antaño prósperas economías europeas.