Jesús había anunciado a sus discípulos que él en Jerusalén debía padecer mucho, que lo matarían y resucitaría al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: «Señor, esto no puede ocurrirte de ningún modo». Entonces Jesús se opone enérgicamente a las palabras de su apóstol. Tu, le dice el Señor, no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. El cristiano no puede pasar por alto las palabras de Jesucristo que nos dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Es necesario arriesgarse, jugarse la vida presente a cambio de conseguir la eterna.
La exigencia del Señor incluye renunciar a la voluntad propia para identificarse con la voluntad de Dios. Es San Juan de la Cruz quien afirma que muchos querrían que Dios les concediera siempre lo que ellos quieren, y no lo que Dios quiere o permite. El Señor sabe lo que realmente nos conviene antes de que le pidamos algo. Que nos conceda por tanto, lo que Él sabe necesitamos y quiere darnos. Nuestro Señor nos dice: ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde?. Las palabras de Cristo son de una claridad meridiana. Cada persona individualmente, ante el Juicio Final, recibirá la retribución según su conducta. El fin último del hombre es Dios.
No se trata de ganar solamente,- de modo honesto-, bienes temporales de este mundo, que solo son medios o instrumentos. Jesús indica cual es el camino para conseguir el fin último del hombre: Poseer a Dios. Ningún bien terreno, que es caduco, es comparable a la salvación eterna del hombre.
Con precisión teológica Santo Tomás, en su Suma Teológica explica que el menor bien de gracia es superior a todo el bien del universo.