En mi tribu hay personas que han cursado carreras y otros que decidieron trabajar desde muy jóvenes porque, según confiesan, no valían para estudiar, no pudieron sufragárselas o no encontraron una razón para invertir tanto tiempo y dinero en una formación determinada.
Algunos se dedican felizmente a las profesiones de sus sueños: venden coches, son peluqueros o trabajan en la hostelería, mientras que otros tienen varios títulos en su haber, másteres e, incluso, algún doctorado, aunque eso, tristemente, no les asegure estar mejor posicionados económicamente.
En mi tribu los hay que hablan varios idiomas y quienes dominan toscamente el materno, están los amantes del deporte y los detractores de todo lo que implique un esfuerzo, los seguidores del vino y los abstemios recalcitrantes, los sibaritas de la gastronomía y los defensores de las ensaladas básicas, los que bailan al son del house y quienes se deshacen con la ópera o los amantes de los viajes que muestran las fotos de sus aventuras a los hogareños diagnosticados.
En mi tribu hay personas de todas las edades, creencias y dogmas. Están los lectores empedernidos y quienes afirman no encontrar ningún placer en los libros, los que creen en la vida en pareja y quienes defienden a ultranza su independencia y aquellos que creen en los planes de pensiones y los que sentencian que nadie nos asegurará su rentabilidad y permanencia.
Lo curioso es que a pesar de nuestras diferencias y del respeto que nos tenemos, a la mayoría, independientemente de su posición o situación, les sigue pareciendo extraña mi decisión de no tener hijos. Eternamente me lanzan un «¿y tú cuándo te animas?» o «tranquila, ya se te despertará el reloj, todavía estás a tiempo», que me hacen sentir como una bomba a punto de estallar a causa de un supuesto temporizador que no debe funcionarme bien.
En la misma situación, a ellos no se les cuestiona con tanto ahínco las causas por las que deciden no incrementar la especie, mientras que a nosotras se nos mira como a bichos raros e, incluso, con cierta lástima, como si fuésemos seres desnaturalizados y amorales.
Es complejo explicarles que, si mi vida les resulta extraña o tal vez incompleta, a mí me ocurre lo mismo al observar las suyas, pero que no por ello les enjuicio o les desanimo a abandonarlas. Los tiempos han cambiado, pero parece que las mujeres todavía tenemos una única finalidad primaria llamada procreación y que, si no cumplimos con el cometido para el que fuimos creadas, nuestro paso por la tierra será baldío.
«¿No temes arrepentirte?», la respuesta es «no». «Te estás perdiendo la experiencia más bonita del mundo…», puede que sí, pero a cambio vivo muchas otras igualmente maravillosas. Otra de las sentencias que me espetan a menudo, sin anestesia ni vaselina es: «tu postura me parece muy egoísta», y fíjense que, curiosamente, quienes me lanzan ese caramelo suelen ser los mismos que dejan a sus vástagos educándose al amparo de la ‘caja tonta' o de las tablets. La realidad es que no hay día que pase sin que tenga que justificar, explicar o argumentar mi decisión. Confío en que escribiendo este artículo la mayoría se den por aludidos y desvíen nuestras conversaciones a derroteros menos yermos.
Así que, desde esta atalaya, les confieso sin vergüenza alguna que no tengo instinto maternal, que no me gustan los niños, más allá de los hijos de los integrantes de mi tribu de quienes disfruto a ratitos y a quienes quiero con toda mi alma, y que soy simple y llanamente feliz con la vida que he elegido libremente. Tengo una profesión que me llena, una empresa a la que dedico mucho tiempo y esfuerzo, una gran familia, de sangre y de alma, y una pareja con quien comparto idénticos ideales y deseos.
Lo bueno de las tribus es que están formadas por personas dispares que se ayudan, que se complementan y que aportan cualidades diferentes a una estructura social. Ahora que he cumplido los 40, espero que en la mía dejen de preguntarme cuándo me animo a extender mis genes, porque ese ‘tic-tac' suena cada día más lento y más lejos y este tira y afloja nos está haciendo perder un tiempo maravilloso: el de sumar, respetar y querer a los demás, decidan como decidan vivir sus vidas.