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Una mala época de mi vida

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Una mala época de mi vida», así justificaba el violador del garaje las 13 violaciones que perpetró en aparcamientos de Málaga, golpeando, maltratando, vejando y amenazando a mujeres cuyos destinos ha convertido en nefastos para siempre. Tras esta frase lapidaria pedía perdón, como las jaurías de animales que atacaron en Manresa, en Pamplona, en Mallorca, en Cambrills o en Vitoria a otras víctimas, usando todos ellos el falso arrepentimiento como argucia para disminuir sus condenas. Una estrategia prendida de un sistema judicial, el nuestro, que «premia» a quienes reconocen su culpa y entonan lamentos por lo que hicieron, aunque la mentira se les cuele en los ojos y el fuego les habite el alma.

No sé si entre estos animales hay un efecto llamada, porque todos buscan la misma carne joven y desprotegida a la que mancillar en solitario o en grupo, pero los datos arrojan un total de 59 violaciones en manada en 2018, frente a las 14 y a las 18 de 2017 y 2016. Cada día tres mujeres denuncian una violación en nuestro país y solo en lo que llevamos de año se han producido 15 violaciones más acometidas por entre 4 y 6 salvajes con varios denominadores en común: todos se jaleaban, se masturbaban y se grababan mientras cometían sus «hazañas». Quiero pensar que no es que ellos sean más, sino que nosotras hemos sacado por fin los dientes y ahora les denunciamos.

Parece que nos hemos sacudido de una vez por todas los estigmas de haber ido por voluntad propia a un descampado, a un piso o a un coche con un chico, o de las copas de más que llevemos y los centímetros de menos de nuestras faldas, porque la culpa, siempre, siempre, siempre es de los que agreden y nunca de las víctimas, y porque las personas normales no es que sean ignorantes o ilusas, sino que tienden a no saber interpretar el peligro en los ojos de estos monstruos. Sé que he escrito varios artículos para atacar con palabras a estos seres sin rostro y lo seguiré haciendo porque no conozco otra arma más eficaz cuando la impotencia te atenaza. Escribir es la mejor terapia que existe para sacar los demonios fuera cuando las páginas de periódicos como este te sacuden con noticias que no querrías leer y que parecen relatadas en otro idioma, uno tan primitivo que no lleva ropa.

Aquí, en esta isla, también hay cada día violaciones silenciosas. Son esas que se quedan dormidas en la vergüenza de las lagunas, en los rincones del miedo y, en algunos casos, en los teléfonos de quienes las perpetran. Son las que se cuentan bajito años después, verbalizando secretos que se agarraban por dentro a quienes las sufrieron. Como una compañera que fue tan valiente como para ponerle letra a la balada más triste de su vida en una columna de su rotativo, o esa amiga que con la mirada perdida reconocía que teníamos razón y que cuando una mano te aprieta la garganta hasta dejarte inconsciente no estás haciendo el amor sino sufriendo una guerra.

Una niña de 14 años fue violada por varios hombres que la drogaron, mientras la apuntaban con una pistola de fogueo. Entre ellos se encontraba quien había sido su pareja. Qué inicio tan triste y oscuro para alguien que tendrá para siempre una herida abierta. Ella y su familia han sufrido amenazas de muerte durante los tres largos años que han tenido que pasar para que se celebre un juicio en el que ahora se pone en duda si lo que sufrió fueron abusos, porque afirman que no hubo violencia. Al parecer esa nefasta noche el arma con la que jugueteaban mientras usaban su cuerpo como si se tratase de una muñeca rota no era lo suficientemente ruda y todas deberíamos tener conocimientos de pistolas y lanzar balas y dientes para demostrar que nos hemos defendido, aunque con ello pongamos en riesgo nuestras vidas.

Y sí, es probable que todos ellos coincidan en pensar que aquella fue, simplemente, una mala época en la que estaban perdidos, heridos o enfadados, borrachos o drogados, y en la que no supieron canalizar su ira y sus instintos más primarios. Pero no, la peor estación de sus vidas, una sin retorno, es la que vendrá ahora, cuando se despierten cada mañana recordando que no merecen vivir en una sociedad en la que no tienen cabida y en la que ya no hay más paradas, porque nosotras vamos a morderles hasta que se acaben los gritos y dejen de subirse a vagones en los que nunca debieron montarse.

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