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Opinión | Lucas Ramón Torres, sacerdote

22 domingo T.O. (Lc.14, 1, 7-14)

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Jesús fue a comer a casa de uno de los principales fariseos. Era sábado. Se presentó un hombre enfermo para que el Señor lo curase. Todos estaban observando. Y Jesús dijo a los doctores de la ley: ¿Es lícito curar en sábado? El Señor lo curó a pesar de que era sábado. El fanatismo siempre es malo. Fanáticos no podemos serlo de nada. El fanático niega los principios más elementales de caridad y de justicia.

El Señor nos habla también de los invitados a una boda. Con esta parábola Jesús nos da una lección de humildad. La virtud de la humildad es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha todas las oportunidades para ponerlo de relieve. El señor se sirve de la actitud de algunos asistentes a aquel banquete para insistir de nuevo en el banquete del cielo. Es Dios quien nos asigna el puesto. La conciencia de la grandeza y de la dignidad humana, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios, junto con la humildad, nos hace reconocer que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino.

Jesús nos dice: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis paz para vuestras almas. Ciertamente, el que practica la virtud de la humildad siempre tendrá paz, sosiego, esperanza y seguridad. Dios resiste a los soberbios pero da su gracia a los humildes. El que es humilde sabe que está guiado por la mano de Dios. Jesús nació en la humildad de un establo. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros.

El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente, pero el fundamento del trato fraternal con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo.

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