Todos los años el 1 de noviembre emprendíamos el mismo peregrinaje: nos despertábamos pronto, desayunábamos en familia, nos poníamos guapos y salíamos hacia Burgos para encontrarnos con nuestra familia en el cementerio donde reposaban nuestras abuelas. Yo no conocí a ninguna de las dos, por lo que la pena que ensombrecía las miradas alegres por naturaleza de mis tíos me resultaba ajena.
Mi hermana y yo íbamos vestidas igual: la misma coleta tirante, un conjunto nuevo de falda y camisa idénticos y zapatos nuevos. Ella siempre regresaba a Aranda impoluta, mientras que yo cargaba con un par de tomates en las medias, con varias manchas en las mangas y con el pelo alborotado. Así, acudíamos a ver a nuestros muertos con la ilusión de reencontrarnos con nuestros vivos e ir a comer después a Modúbar de la Emparedada, un lugar mágico en el que podíamos correr como salvajes, comer como animales y visitar casas en las que habitaban decenas de gallinas o de cerdos.
Es muy curiosa la forma de entender la felicidad y de apreciar las pequeñas cosas de los niños, para quienes los pequeños pueblos se convertían en auténticos paraísos donde subirse a los árboles y tirarse colina abajo en la nieve sin más amparo que un plástico.
El cementerio de Burgos era tan grande para mí, o tal vez yo era demasiado pequeña, como aquella ciudad que siempre me pareció gris y con olor a plástico. Puede ser que la culpa estuviese en que solíamos ir solo en invierno o en que hubiese en aquellos años una fábrica de Cellophane a su entrada. El caso es que yo vomitaba hasta tres veces en el escaso trayecto de 85 kilómetros que nos separaba, a pesar de todos los remedios caseros que utilizó mi madre. Hoy sé que la culpa la tenía la cajetilla de Ducados que se fumaba mi padre en aquel Citroën ZX Palas, por lo que el remedio más efectivo hubiese sido que condujese sin tabaco en vez de las tiritas cruzadas en el ombligo o la ramita de perejil dentro de un zapato que llegaron a ponerme.
En el cementerio de Burgos depositábamos dos grandes centros de flores artificiales cada año, porque mi madre siempre ha defendido que las frescas se marchitan demasiado pronto y que así sus madres tendrían cada día algo bonito sobre su lápida. Yo prefería escaparme a ver a Félix Rodríguez de la Fuente para llevarle unas margaritas robadas en cualquier esquina, con el fin de que siguiese sintiendo la llamada de la naturaleza. Después me arrodillaba y rezaba callada a unas señoras que me daban algo de miedo, por aquello de si sus espíritus eran capaces de ver mis andanzas infantiles. Sé que les pedía perdón por si había sido ma-la con sus hijos y que les prometía cada año portarme mejor. También sé que nunca lo cumplí.
La última vez que fui a aquel cementerio ya nada fue festivo ni divertido. Allí reposan los restos de mi abuelo Miguel, al que quise por los otros tres que no tuve, y de mis tíos Pedro y Juan Miguel, quienes eran dos de los pilares de nuestra casa. Sé que mañana los que quedan se volverán a reencontrar en el mismo lugar y hoy ya sé por qué se les turbará la mirada sin remedio al recordarles. Me gustaría estar a su lado, cogerles de la mano y decirles alguna tontería para robarles una sonrisa, volver a Modúbar y comer hasta que nos duela la tripa y seguir cumpliendo con los ritos mágicos de los Monsalve, aunque el tiempo se nos lleve poco a poco. Mis hermanos mantienen vivas las tradiciones y hoy son mis sobrinos los que corretean entre las tumbas y repiten hazañas. Al final, cada uno rendimos homenaje a nuestros santos como queremos; yo lo hago desde estas letras, mientras que otros simplemente miran al cielo.