Decía el falsificador Elmyr de Hory que el arte es una mentira que puede llevar a la verdad. El húngaro encantador vivió de la venta de sus Modiglianis en una Ibiza idílica y muy auténtica, también con máscaras cachondas e interesantes. Hoy impera una horda más vulgar y falsa, pero la isla sigue siendo deliciosa.
¿Qué es lo que ha cambiado? Sin duda la masificación y el marketing. Antes la peña jamás pagaba una entrada y se iba a los garitos a beber, danzar y ligar, mientras que ahora hay colas interminables de clubbers que pagan cien pavos por entrar al antro de algún pinchadiscos, abrevar porquerías isotónicas y aguantar en trance colectivo levantado el brazo, como si hicieran el socialista sieg hail.
Cada año abren múltiples restaurantes carísimos que ofrecen calidad deleznable y un servicio que da repelús cuando se presentan con un ¡hola chicos!, se empeñan en que recuerdes su nombre y explican platos de fusión estándar, pero seguimos teniendo los oasis de toda la vida donde se come de maravilla y la sobremesa se estira placenteramente, sin necesidad de música de supermercado que entretenga a los que carecen de conversación.
El fake está por todas partes, lo cual no está mal cuando se hace con gracia y no tienes la sensación de ser parte de un decorado cartón piedra. La mascarada es ideal en la Ibiza de juegos prohibidos, pero con personalidad.
Y mientras se despereza el verano tenemos un berenjenal colosal en la política, coliseo de falsedades. El ganador electoral, Feijóo, trata de imponer el sentido común mientras Sánchez proyecta pactar con el demonio (¿dirá algo el corral de gallinas europeo?) Tampoco pasa nada por gobernar en minoría. Con lo brutos que son los belgas y se pasaron 584 días felices sin gobierno.