Es 7 de diciembre, y en nuestras calles de Ibiza ya lo notamos. Están repletas de casetas, luces parpadeantes, escaparates rebosando adornos, villancicos en bucle, compras, regalos, cenas, fluorescencia. Esta semana ya se han encendido todas las luces en la ciudad de Ibiza, en Sant Josep, en Sant Antoni, en Sant Joan y en Santa Eulària y el ambiente se llena de ese barniz de felicidad colectiva, de rutina festiva y, también, de consumismo navideño ritualizado. Solo hay que darse una vuelta por el Paseo Vara de Rey, por el Passeig de ses Fonts o por el Paseo de S’Alamera para encontrarte con decenas de familias paseando, grupos de amigos riendo e incluso algún turista despistado con abrigo polar imbuidos por el magnífico espíritu de la Navidad.
Y eso está magnífico. Porque la Navidad —o al menos lo que entendemos por ella— es en parte eso. Es un paréntesis de luz, calor humano y reunión. Un respiro de fin de año. Un reencuentro con los tuyos y una excusa para sonreír.
Sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, año tras años, mientras debatimos sobre cuando colocar el árbol, los adornos o el belén en casa, o mientras debatimos como y cuando vamos a escribir la carta a Papa Noel o los Reyes Magos, me invade cierto sentimiento de desasosiego. Porque no puedo dejar de pensar en cuanto me duele por dentro al comprobar lo absurdo que resulta celebrar, gastar, iluminar y olvidar.
Porque, y lo digo sin postureos ni adornos, me duele comprobar que justo en el lugar donde se supone que nació ese Jesús en el que muchos de nosotros ponemos nuestra fe cuando colgamos las luces del portal, cuando cantamos villancicos o cuando pensamos en belenes, pesebres y estrellas, no tienen la misma suerte que nosotros. Allí, no hay belenes ni luces, y por no haber, no hay ni portales entre los escombros en los que se ha convertido la franja de Gaza. Solo hay destrucción, muertos, miedo y hambre. Niños muertos. Familias sin casa. Una guerra que no entiende de fechas.
Y eso me pone frente a un espejo incómodo. El de comprobar que mientras aquí disfrutamos entre tantas luces, allí se apaga la vida.
Una tregua rota: cifras que deslumbran… pero no de esperanza
Quizá, una vez más, fui demasiado ingenuo y creí que con el «alto el fuego» que firmaron hace apenas unos meses Hamas y el gobierno israelí de Netanyahu, se iban a dar pasos para que el genocidio acabará. Pero no. Una vez más, la realidad supera la ficción. Según distinos medios de comunicación, desde que se firmó la tregua en octubre de 2025, se han documentado decenas de violaciones y al menos 357 niños, hombres y niños palestinos han perdido la vida víctimas de ataques israelíes después de la supuesta pausa.
Y no son números abstractos. Son hogares arrasados, escuelas destruidas, hospitales bombardeados, calles sin nombres, vida convertida en un horror que se refleja en los más de 70 000 muertos que llevamos desde el inicio de la ofensiva israelí. Así que mientras aquí decoramos balcones con luces de colores, allí las luces ya no sirven para alumbrar, sino para marcar cenizas.
Y yo me siento así… como en una «Milonga del Moro Judío»
No sé si conocen la canción Milonga del Moro Judío, de Jorge Drexler. Si no es así, se la recomiendo humildemente porque más allá de una melancolía tranquila, el fantástico cantante uruguayo es capaz de llegar directamente al corazón de hasta el hombre más tranquilo con un lamento suave pero a la vez directo que nos habla de exilios, de huellas, de memoria y de identidad.
Y el caso es que al ver nuestras plazas engalanadas y al mismo tiempo veo las imágenes de Gaza, me siento un poco como el Moro Judío de la canción, desdoblado, dividido, con un pie aquí y otro allá, con ganas de disfrutar pero con una culpa punzante clavada en el pecho. Siendo consciente de que una cosa no debe impedir la otra. De que puedo gozar de mis luces, de mi belén, de mis compras navideñas, de mis cenas y mis brindis con los que más quiero, pero también debo mirar hacia ese otro lado. Debo recordar que la tragedia no acompaña a otra realidad que ya casi hemos dejado de lado al dejar de ser novedad. Y, sobre todo, no olvidar que cuando yo enciendo una bombilla en mi casa, hay quien ya no la tiene porque la perdió junto a su futuro. Porque solo tiene ruinas y un lamento que nadie dignificó.
Y tal vez por ello, quizá por eso también me suene tan cruel el consumo desmedido, la ilusión superficial, la fotografía bonita. Porque detrás de las luces hay vidas. Vidas que no se reconstruyen con regalos ni guirnaldas.
Navidad y privilegio: no son antagónicos, si abrimos los ojos
Pero tampoco que este artículo les suene a moralismo baratos. A persona desagradecida. A Grinch de la Navidad. No pretendo que alguien deje de celebrar pero si me gustaría pedir en la carta a los Reyes Magos una pequeña dosis de conciencia. Que en Ibiza, en Santa Eulària, en Eivissa, en pueblos y playas, cuando pongamos el belén, pensemos también en ese antiguo Belén que hoy puede ni existir. Que cuando compremos regalos o encendamos árboles de Navidad y adornos, recordemos que no todos tienen derecho a la infancia, a la paz, a la esperanza.
Y que seamos conscientes que la Navidad es, o debería ser, memoria. No de luces, ni de consumo, sino también de compasión, y si hubo un Jesús seguro que así lo quiso. Un tiempo de compartir y de solidaridad. De mirar al prójimo. De entender que el mundo es más grande que nuestras calles alumbradas, más ancho que nuestras islas bañadas en sol y mucho más profundo que nuestras mesas navideñas.
Y puedo entender también que recordarlo duele. Que a veces preferiríamos disfrazar nuestras conciencias con papel de regalo y la etiqueta de «todo va bien» pero me gustaría creer que muchos de nosotros cuando iluminamos nuestras plazas también iluminamos nuestro corazón. Que el farol que ponemos en el portal de nuestra casa sirva para encender una chispa de conciencia. Para que no nos acostumbremos al horror de otros, para que la distancia no se convierta en indiferencia, para que la Navidad no sea una burbuja donde lo urgente y lo propio acabe borrando lo necesario y lo humano.
Que esta Navidad nos ilumine… también desde la memoria
Así que mi deseo es que cada luz que encendamos nos recuerde que el mundo, lejos de ser un escaparate bonito, es frágil. Que la paz no es un sentimiento pasajero, sino un derecho que hay que defender siempre. Que acordarnos de quien sufre y no tiene nada no es una opción, sino una obligación cuando otros no pueden ni soñar con fiesta.
Que, en Ibiza o en Gaza, en Santa Eulària o en una calle sin nombre en Rafah, podamos devolver la dignidad con algo más que palabras. Con memoria. Con conciencia. Con humanidad. Siendo conscientes, al menos un poquito, de que la Navidad no deber ser solo una excusa para gastar, comprar, brillar sino que puede ser también una excusa para recordar que existe otro mundo. Uno que merece nuestras luces, nuestras voces y nuestro compromiso para conseguir que la Navidad no solo sea un cartel luminoso sino un faro que nos guíe a todos.