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La vida de Brian

| Ibiza |

Brian Cohen era el hijo bastardo de Mandy y de Traviesus Maximus, una feminista judía y el centurión romano que la violó. Bueno, según ella, tan solo al principio. Nació el mismo día que Jesús y tan próximo a él que hasta los Reyes Magos se confundieron de pesebre al ir a adorarlo. Pero un cúmulo de desgracias y equívocos le hicieron llevar una vida paralela a la del verdadero hijo de Dios. Se enamoró perdidamente de Judith, una joven rebelde y atractiva, y dado que odiaba profundamente a los romanos se unió al Frente Popular de Judea, una organización política en la que escaló jerárquicamente hasta convertirse en su cabecilla y mártir. Estando en sus filas aceptó participar en el secuestro de la mujer del gobernador Poncio Pilatos, misión en la que coincidió con un grupo de integrantes del Frente Judaico Popular, una facción rival que también tenía como objetivo común liberar a Judea del yugo del imperio romano. Pero ambos grupos pierden su tiempo en enfrentamientos improductivos en lugar de centrarse en acabar con la ocupación de su territorio. Y es que el odio que sentían entre ellos mismos era mayor que el que ambos profesaban hacia los romanos.
Este es el argumento de La vida de Brian, película dirigida por Terry Jones y protagonizada por el cómico grupo inglés de los Monty Python, que fue estrenada en nuestro país hace la friolera de 45 años y que se inspira en la filosofía mesiánica del cristianismo parodiando la intolerancia, el sectarismo y el dogmatismo mostrando de forma evidente lo absurdo de las divisiones y enfrentamientos mezquinos que siguen estando tan de moda en la actualidad en el ámbito político cuando se cumplen ahora 47 años de vida de nuestra manoseada Constitución. Porque durante los años transcurridos desde que el legislador constituyente elaborara la Carta Magna sobre la base de un rotundo consenso obtenido tras los acordes de aquella «Libertad sin ira» del grupo español Jarcha, los distintos partidos políticos han ido mostrando cada vez con mayor intensidad una animadversión mutua sin remedio que les ha abocado a enfrentarse por cosas nimias y a distraerse en discusiones bizantinas sobre cuestiones triviales que no suponen más que olvidar y dejar de centrarse en la consecución del objetivo común de otorgar plena satisfacción al interés general.

Todos estaremos de acuerdo, al menos en lo esencial, en cuestiones básicas que deben garantizarse por parte del Estado, como el derecho de acceso a una vivienda digna, a la educación y a la sanidad, al libre ejercicio de la libertad de expresión, a una justicia independiente, a la protección de nuestras fronteras o el respeto de los derechos de las minorías y personas más vulnerables o desvalidas. Pero la confrontación de los lideres políticos actuales, separados ideológicamente por menores aristas de las que enfrentaban a los padres de la Constitución en aquella convulsa época ya casi olvidada, no permite materializar acuerdos efectivos que redunden en el colectivo al encontrarse enzarzados en un constante reproche que les impide ver el bosque que hay al fondo perdiéndose por el camino en discusiones carentes de sentido. Y no piensen que aquellos políticos de la transición eran un grupo de coleguitas tolerantes y blandengues, ni mucho menos. Seguramente eran de peor calaña e incluso se odiaban a muerte más que los actuales. Pero en ellos primaba sobre todas las cosas una decidida voluntad política por alcanzar un acuerdo que beneficiara a su país y a sus conciudadanos. Les iba demasiado en ello.

Decía Pérez-Llorca, uno de aquellos constituyentes, que «solo estábamos de acuerdo en que teníamos que ponernos de acuerdo». Lo demás daba exactamente igual, porque debía primar el diálogo, los pactos y las cesiones por parte de todos para la consecución del bien común, como no, siempre desde el respeto de las distintas ideas del adversario. La crudeza de aquel consenso hizo posible finalmente el tan necesario acuerdo incluso en cuestiones que escocían y siguen escociendo aun demasiado, como la configuración territorial del Estado. También dejó algunos agujeros negros en el texto constitucional que se han enquistado con el paso del tiempo y que todavía seguimos sufriendo a diario en nuestras propias carnes. Pero no estaría de más recuperar aquel espíritu de consenso, de serenidad y de respeto que hizo posible la consecución de un proyecto común superior al individual o ideológico. Superar de una vez por todas los intereses meramente partidistas y retomar la senda del diálogo como principio básico de una convivencia política que redunde en el beneficio de la ciudadanía. Está en juego nada más y nada menos que la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos que tanto costó reconocer y, por qué no decirlo, la propia supervivencia de nuestra Democracia y de nuestro Estado de Derecho tal y como lo conocemos.

La verdad es que, viendo la crispación palpable en los debates parlamentarios, los términos en que se suceden las intervenciones en las comisiones de investigación o los ácidos comentarios vertidos por los representantes políticos a diario, la cosa pinta mal. Pero no perdamos la fe y seamos optimistas, al menos el día en que se celebra el cumpleaños de la Constitución española. Porque recordemos que, al final de La vida de Brian, su protagonista, crucificado junto a otros muchos, canta a la positividad silbando la famosa «Always look on the bright side of life» en una de las escenas corales más reconocibles de la historia del séptimo arte. Y es que, como enseña la letra de la canción, hay que mirar siempre el lado bueno de la vida, lo mismo que también cantara Joan Manuel Serrat en su tema «Toca madera» con aquello de «nada tienes que temer, al mal tiempo buena cara, la Constitución te ampara, la justicia te defiende, la policía te guarda, el sindicato te apoya, el sistema te respalda. Y los pajaritos cantan y las nubes se levantan». ¡Feliz cumpleaños!

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