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Piratas, corsarios y tigresas del mar | Parte Segunda

La batalla de Lepanto

El poder turco y de los piratas de Berbería amenazaba toda la cristiandad. La situación llegó a ser tan dramática que en 1570 Felipe II estuvo a punto de evacuar las Islas Baleares. Extremo que afortunadamente no se cumplió y hoy podemos brindar con vino y devorar sobrasadas en nuestro bendito archipiélago

Detalle de la batalla de Lepanto, de Lucas Valdés, parroquia de Santa María Magdalena.

| Ibiza |

El poder turco y de los piratas de Berbería amenazaba toda la cristiandad. La situación llegó a ser tan dramática que en 1570 Felipe II estuvo a punto de evacuar las Islas Baleares. Extremo que afortunadamente no se cumplió y hoy podemos brindar con vino y devorar sobrasadas en nuestro bendito archipiélago.

Dragut fue un bravo sucesor de Barbarroja e hizo de la isla de Djerba su base de operaciones. Una vez fue hecho preso y mandado a galeras. Lo reconoció Jean de la Valette, gran maestre de Malta:

—Señor Dragut –saludó La Valette—, usanza de guerra.

—Y mudanza de fortuna—respondió el pirata.

Pero Dragut terminó siendo canjeado por un gran rescate y siguió con sus destrozos.
La toma de Chipre en 1570 por las fuerzas del pirata Ochiali (calabrés que iba para sacerdote católico, pero que fue apresado y cambió de oficio y religión) supuso una gran vergüenza para Europa.
Pero hubo un punto de inflexión en la batalla de Lepanto, en 1571. La Cristiandad se unió y armó una flota bajo el mando de un joven de 24 años, Don Juan de Austria, hermano del rey, un perfecto modelo de caballero renacentista.

La cosa no estaba nada clara pero Don Juan quería batallar: «No se molesten vuestras mercedes sino en pelear.» Animaba a toda la tropa y no permitió que nadie planteara cualquier demora en una lucha que se veía harto igualada. En supremo beau geste, Don Juan llegó a bailar una gallarda en el alcázar de su nave justo antes de entrar en batalla. La lucha fue impresionante y Miguel de Cervantes, que fue soldado y testigo, dijo que «era la mayor ocasión que vieron los siglos». Allí el autor de Don Quijote perdió el uso de la mano izquierda y pasó a ser conocido como el manco de Lepanto.

Lepanto lo cambió todo y terminó con la supremacía marítima de los turcos. Pero no con los piratas berberiscos, que siguieron actuando, esta vez de forma independiente.

Prueba de ellos es que en 1578, el barrio ibicenco de La Marina fue invadido y 120 ibicencos fueron hechos prisioneros.

Argel siguió siendo un nido de piratas hasta bien entrado el siglo XIX. Buena prueba son las instrucciones que daba el bey:

—La hija de Míster McDonnell, joven y hermosa, para mi harén; la hija del cónsul español, que es fea, para servir a la favorita; haré cortar la cabeza al cónsul inglés y también al español, y si se atreven a protestar, todos los cónsules serán muertos.

Los piratas berberiscos no fueron aniquilados hasta 1830. EEUU, Francia, Inglaterra, España…estaban más que hartas de sus fechorías y robos.

A SANGRE Y FUEGO EN DEFENSA DE IBIZA

Las costas de Ibiza y Formentera fueron durante largas centurias objeto de constantes invasiones de fieros piratas y escuadras enemigas.

La situación llegó a alcanzar unas cotas de dramatismo tales que la isla de Formentera, aún más desprotegida que su hermana mayor, fue despoblándose paulatinamente hasta quedar desierta a principios del XVI por causa de las constantes razzias de los crueles piratas berberiscos, como Drub el Diablo, que la convirtieron en su refugio habitual.

A su mando estaba el coloso Hayrettin Barbarroja (curioso que un hombre nacido en la femenina Lesbos fuera tan fiero y temible), soberbio navegante que se alió con el sultán Solimán y llegó a almirante otomano, con una energía tan poderosa que continuó mandando la flota siendo octogenario. Cuando asoló Menorca, dejó un caballo en la playa con un mensaje atado a la crin que era toda una declaración de intenciones: «Soy el trueno de los cielos. Mi venganza no se saciará hasta que os haya matado a todos y esclavizado a vuestras mujeres e hijas».

Durante el siglo XIV comenzaron a construirse en Ibiza las famosas iglesias fortificadas, en las que se rezaba piadosamente al lado de los cañones. En su interior se guarecían los habitantes cuando se daba la alarma ante una invasión. Tal fue el caso de la iglesia de Santa Eulalia que tuvo que defenderse a cañonazos del cerco a que la sometió una fuerza invasora de 700 moros que habían desembarcado en la costa de San Carlos. El balance fue de cuatro ibicencos muertos y 25 cautivos.

Pero el aviso o abalot que podían darse desde las torres de vigía repartidas estratégicamente por la costa no siempre llegaba a tiempo y los ataques eran harto frecuentes, ahogando la comunicación exterior de la isla y provocando largos periodos de escasez ante el arrase de las cosechas y la imposibilidad de salir a faenar o restablecer el comercio.

Era una situación crítica a la que procuró poner freno Carlos I de España cuando atacó Argel en 1541. Tal vez, si el emperador hubiera hecho caso de la temeraria petición «Señor, dadme cien hombres y os rendiré esa plaza», que le formuló un Hernán Cortés ya convertido en marqués del Valle de Oaxaca, la historia habría sido diferente; pero eso forma parte de las románticas incógnitas de uno de los más grandes capitanes de todos los tiempos.

En 1570 Felipe II llegó al punto de ordenar la evacuación de las Islas Baleares; drástica medida que no llegó a cumplirse, fundamentalmente gracias a la batalla de Lepanto, y hoy podemos seguir brindando con vino, devorar sobrasadas y acostarnos con hurís sin necesidad de aspirar al paraíso post mortem.
Pero aunque Don Juan de Austria frenó la expansión del Gran Turco, no detuvo sus incursiones en nuestras islas: siete años después el barrio de La Marina fue saqueado por una escuadra turca que incendió la iglesia de San Telmo y quitó la libertad a 120 ibicencos; en 1587 los padres dominicos tienen que abandonar el convento Nuestra Señora de Jesús para refugiarse tras las murallas.

Los raptos se sucedían con demasiada frecuencia: un paseo por la idílica ses Salines podía acabar en un harén de Orán o en galeras para toda la vida.

La continua amenaza forjaría un carácter muy especial en el ibicenco, que pronto pasaría a convertirse de presa en cazador. El ser humano en esa época era objeto de mercadeo. Los prisioneros de una y otra parte eran muy numerosos y el canje, en especie o dinero, continuado y provechoso. La esclavitud y secuestros formaban una actividad muy lucrativa.

El rey había ordenado que si un isleño tuviese un esclavo moro y lo necesitaren las autoridades para el canje de cautivos cristianos, estaría obligado a cederlo al ayuntamiento por el mismo precio que pagó al comprarlo. Pero esto era para muchos humildes ibicencos algo imposible por muy a destajo que trabajaran, y, si querían ver a su familiar de vuelta, no les quedaba más remedio que pasar a la acción.
Así sucedió con los hijos de José Antonio Riera y Cardona: el pequeño se quedó dormido estando de guardia y despertó viendo como una banda de piratas berberiscos se llevaba a su padre junto a 18 prisioneros más en los estanques de sa Canal. La compungida familia fue a la iglesia de San Telmo, en donde el sacerdote tesorero de los fondos de la Hermandad Redentora (que se ocupaba de tramitar el rescate de los cautivos) les dijo que eran muchos más los presos que los fondos, y que, antes que su padre, había una lista de 54 ibicencos en espera de ser canjeados.

Los al.lots se dieron cuenta que, sin dineros, la única forma de rescatar a su padre pasaba por el canje, y que para ello precisaban hacer prisioneros. Sin alarmar a su madre trazaron un plan en privado: sabedores que los moros que vivían en Formentera estaban pasando sed ese año, cazarían su presa haciendo una espera nocturna al lado de una fuente. Y la quinta noche aparecieron dos moros. Los hermanos saltaron tan rápidamente sobre los sarracenos que no les permitieron ni desenvainar el alfanje. Grande fue el júbilo y la sorpresa cuando llevaron su carga humana al mismo sacerdote. Este hizo las gestiones necesarias y en poco tiempo los bravos al.lots volvieron a tener a su padre en casa.
Pronto los ibicencos se darían cuenta que la mejor defensa es un buen ataque. Y se hicieron al Corso.

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