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«La gente ha olvidado cuando éramos nosotros los que emigrábamos a Argelia»

Toni Serra se ha dedicado a la pastelería durante más de medio siglo

Toni Serra Marí. | Toni Planells

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Toni Serra (La Marina, 1949) ha sido pastelero desde el día que se escapó de clase descolgándose por la cuerda del mástil de la bandera a principios de los años 60.

— ¿De dónde es usted?
— Nací en Sa Penya, en el callejón la Estrella número cinco. Pero crecí, con mis tres hermanos, en la calle Bonaire, donde viví hasta el 1970. Mi madre era Juanita de s'Aigua y a mi padre le llamaban Pepe d'es Faler. La verdad es que no sé decirte de dónde sale el nombre de Es Faler. Tal vez tenga que ver con que nació en Argelia y es que, al parecer, pilló a mis abuelos de vacaciones por ahí. No sé si me entiendes.

— ¿A qué se refiere?
— A que emigraron allí. Lo que pasa es que la gente ha olvidado cuando éramos nosotros los que emigrábamos a Argelia. Los que teníamos que salir a buscar trabajo fuera para poder ganarse la vida. Ahora los que vienen, que hacen la misma ruta, pero al revés, son ‘todos muy malos' y vienen a robar. Todos los que pudieron huir de aquí, de la mierda y de la miseria que había, y buscarse la vida fuera, lo hicieron. ¡Anda que no tenía vecinos en Sa Penya que emigraron a Alemania a Francia o América!.

— ¿A qué se dedicaban en su familia?
— Mi padre había sido pescador antes de ser panadero. Trabajaba en la panadería de Can Guerra, que estaba al lado de donde se hacían los ataúdes, enfrente estaba Can Ridaus, donde arreglaban las bicicletas y triciclos. Cuando me tocaba arreglar mi triciclo, me lo arreglaban allí. Me refiero al triciclo con el que iba a repartir ensaimadas por los bares del puerto y La Marina.

— ¿Repartía ensaimadas de muy niño?
— Desde que empecé a trabajar a los trece años, que me fui del colegio. Para castigarnos, el profesor, Néstor Castelló, nos dejaba encerrados en la clase y se marchaba, así que me escapé descolgándome de la cuerda del palo de la bandera del mismo edificio del Pereira, donde nos daban las clases, y no volví más. Menos mal que después fui a repaso con Don Pepe y aprendí alguna cosa con él. De allí, mi madre me dijo que no me dedicaría a hacer el gamberro y que me buscara trabajo. Así que me propuse pedir trabajo en Can Matà, bombeando petróleo, que entonces también vendían allí. Lo servían con una bomba que pretendía manejar yo. Me vino de diez minutos, y es que, mientras esperaba en la puerta a que llegaran de buena mañana (llegaron diez minutos tarde), mi madre ya me había encontrado trabajo en la pastelería de Ca na Tura, donde trabajaba mi hermano, Nito.

— ¿Trabajó mucho tiempo en Ca na Tura?
— Hasta que hice la mili. Me presenté voluntario, para lo que me tuve que sacar el graduado escolar en Sa Graduada. El primer día de mili ya me metieron en el calabozo (ríe). A mí y unos cuantos ibicencos más, que, cuando llegamos a Palma a hacer la instrucción, lo primero que hicimos fue irnos de juerga. La verdad es que no fue la última vez (ríe). Al volver a Ibiza, tras la instrucción, para salvarme de hacer guardias, me hice pasar por analfabeto y me mandaban a hacer clases. ¡Y eso que me habían pedido el graduado!, mira tú quién era el analfabeto (ríe). Mientras hacía la mili, empecé a trabajar haciendo horas para Toni Planells en su panadería de Dalt Vila (que las pagaba mejor que los de Ca na Tura). Allí hacíamos ensaimadas para los hoteles, haríamos más de 150 cada tarde. En esa época también empecé a trabajar con Juanito Cifre, con quien trabajé hasta que se retiró: 29 años y cuatro meses. Después, volví a trabajar con los de can Planells, esta vez con Luis, el hijo, con quien Cifre había estado asociado en los 80 con la panadería Ibipán. A Ca na Tura ya no volví más.

— Tuvo una relación larga con Juanito Cifre.
— Así es. Era extremadamente meticuloso a la hora de hacer las cuentas. Llevaba una libreta en la que apuntaba todas sus cuentas, lo que le costaba cada cosa, lo que compraba, lo que se hacía y lo que había hecho cada trabajador para darle a cada uno su porcentaje. Recuerdo lo nervioso que se puso cuando al terminar las cuentas tras la temporada le salió una comisión de medio millón de pesetas. Le tuve que recordar lo que habría facturado él para tranquilizarle (ríe). Siempre estábamos discutiendo. Él era muy de derechas y yo siempre he sido ‘un poco' de izquierdas. Siempre me decía, «¡Tuniet, ya cambirás!», yo le contestaba que a él, yo no lo lograría cambiar nunca (ríe). Las discusiones eran tan largas, que el camarero se hartaba, nos daba la llave del bar y nos pedía que, cuando termináramos, cerráramos la puerta (ríe). Una vez se presentó uno de los pasteleros, Toni Bonet, con un taco de folletos de CC.OO. Para ‘empreñar' a Juanito, lo cogí y empapelé todo el cuarto de baño con ellos (ríe). Para ‘empreñarme' a mí, me llamaban ‘Tejero'. Desde que un día les di un susto con una pistola que tenía (iba al campo de tiro). Había puesto una diana al fondo de un pasillo muy largo de la panadería, le dije a la secretaria que me iba a pegar unos tiros. Cuando oyó las detonaciones, salió muerta de miedo, pensando que me había pegado un tiro (se parte de risa). Lo llamaron el Tejerazo porque coincidió en los tiempos del 23-F, y ‘Tejero' me llamaron durante años.

— ¿Ha cambiado mucho el oficio de pastelero desde su experiencia?
— Muchísimo, y en todos los sentidos. Piensa que la maquinaria de Ca na Tura funcionaba toda con un solo motor. Teníamos que cambiar la correa según necesitáramos la batidora, la amasadora o la que hiciera falta. Los pasteles que había en la vitrina también han cambiado mucho. Apenas había ensaimadas, flaones, rubiols, cucarrois y pastelitos de cabello de ángel o de merengue del año de la pera. La cosa empezó a cambiar un poco cuando regresó alguien de Argelia, Juanito es Francés, y empezó a hacer pasteles con fruta, les añadió anchoas a las cocas de pimiento, empezó a hacerlas de cebolla y tomate, y alguna cosa más en la panadería que abrió durante unos años. Piensa que la nata, como la conocemos ahora, no se hacía, tampoco los croissants. Los primeros croissants que hice fue en los años ochenta, con el boom de los hoteles. Antes solo les hacíamos ensaimadas y suizos para los desayunos a cantidades enormes, eso sí. En esa época trabajaba con mi hermano, Nito, con Juanito es Pagés, o con Carlos Puvil en Ibipán. Cuando llegaba Navidad, hacíamos tres o cuatro mil ‘bescuits de nadal'.

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