Maria Dolores Tur (Vara de Rey, 1943) ha sido maestra durante casi cuatro décadas en el colegio que su padre contribuyó a fundar. Con 80 años recién cumplidos, sigue siendo tan moderna como siempre y mantiene impoluta la simpatía, sensibilidad y amabilidad, aunque también la rotundidad y la fuerza que la caracterizaron ante numerosas generaciones de alumnos que pasaron por su aula.
— ¿Dónde nació usted?
— Nací en pleno Vara de Rey, en el número 11, que es donde crecí hasta que me casé. Yo soy la mayor de dos hermanos, Toni, es cuatro años más joven que yo. A los de casa nos llamaban de Can Cunfiter. Al parecer, se dice que un bisabuelo era pastelero y, en una ocasión, vino el rey de visita a Ibiza y se quedó encantado con los ‘confits' del abuelo. La familia de mi madre, Carmen, venía de Zamora. Su padre, Eduardo, era militar y lo destinaron a Ibiza antes de La Guerra. Vivieron en el Castillo hasta que se tuvieron que marchar a Alicante durante La Guerra. A la vuelta, en el 39, se casó con mi padre.
— ¿A qué colegio iba?
— El primer año fui a las monjas de la Consolación, pero cuando llegaba la hora del recreo me escapaba y me iba a casa, que estaba al lado (ríe). Si es que me daba mucho miedo ‘el cuarto de la escoba' (ríe). Mi madre tenía que avisarlas de que estaba con ella en casa cada dos por tres, así que, al año siguiente me fui a Sa Graduada, donde mi padre, Don José Tur Soler, daba clases. De allí pasé al instituto y, después, me fui a Alicante a estudiar la carrera.
— Su padre, ¿era profesor?
— Así es. Primero estuvo en Sa Graduada, pero después, junto a un grupo de profesores y con el visto bueno del obispado, fundaron Juan XXIII. Así, con la ayuda del obispo Planes, mi padre y Don José Roselló, Don Pepe Serra, Don Vicente ‘Funtet' (que fue director) o doña Antonieta pusieron en marcha el colegio en el que acabé trabajando 37 años.
— ¿Quiso ser siempre profesora?
— No. En realidad lo que yo quería era estudiar medicina. Soy una médico frustrada. Pero en esa época la sociedad era bastante machista y, en casa, no quisieron que se solapara mi carrera con la de mi hermano. Así que decidí hacerme maestra, de manera que, cuando terminara los tres años de carrera, mi hermano pudiera empezar la suya, una ingeniería. Durante esos años de estudiante, estuve viviendo en una pensión de una señora que era viuda
— Cuando terminó la carrera ¿empezó a trabajar como maestra?
— No. Ya te he dicho que la sociedad del momento era machista y, cuando te casabas, la mujer se quedaba en casa. Yo me casé con Matías a los 21 años. Lo conocí cuando vivía en la misma escalera que yo, él en el cuarto y yo en el tercero. Nos casamos dos años después, en el 64 y los primeros años, no trabajé. Fue cuando tuve a mis hijos, Enrique y Yolanda. Yolanda es maestra en el Mestral. Mira: mi padre era maestro, yo, maestra, mi hija también lo es y, ahora resulta que tengo dos nietas que también lo son, Marina y Laura (que son de Enrique). De mis otras nietas, las de Yolanda, una de ellas, María, es ingeniera biomédica y está en Suiza y Núria estudia medicina. El primer trabajo que yo hice fue dar clases de repaso. Recuerdo que iba en bicicleta a darle clases a mi primera alumna, que era la hija de Pilar Bonet, hasta Figueretes.
— ¿Cómo empezó a trabajar en Juan XXIII?
— Pues un poco por casualidad. Un día vino mi padre a comer a casa y estaba muy agobiado porque Doña Antonieta, que daba párvulos, se había roto el brazo derecho. Cuando lo explicó en la mesa le dije que, delante de él, tenía a una sustituta. Remugó un poco, pero acabó hablando con ‘Funtet' y empecé a trabajar. El primer año, como Enrique tenía tres años y todavía no iba todavía al colegio, iba a dar las clases con él. Tras hacer la sustitución, al año siguiente se jubiló otro profesor y desde entonces, a primeros de los 70, estuve allí toda la vida. Tuve grandes compañeros, como Domingo Moro, que fue el director muchos años, Paquita, Don Rodrigo o Don Joan Murtera, que era muy querido entre los alumnos. Aunque los niños eran bastante trastos, él siempre supo tener ‘guante de seda en mano de hierro'.
— ¿Tenía usted también ‘guante de seda en mano de hierro'?, ¿era ese su truco?
— Sí. Eso y ‘la silla de pensar'. Cada vez que me venía un alumno lloriqueando porque le había reñido por alguna trastada que hubiera hecho, le hacía sentarse en la sillita y le hacía pensar si tenía razón por haberle reñido. Al rato volvía sollozando que sí, que tenía razón. Eran tiempos en los que la escuela no estaba tan informatizada, con tanta máquina y pantalla parece que se deshumaniza la enseñanza. Antes enseñabas las tablas con un ábaco, la pizarra y hacías libretas de caligrafía. Cuando me viene alguien con mala letra, siempre le digo: «Tú no has ido a Juan XXIII, sino, ¡yo te hubiera enseñado!» (ríe).
— De todas las generaciones de alumnos, ¿recuerda a alguno con especial cariño?
— Los quiero mucho a todos. Si quieres que te nombre a alguno, a Serapio le llamo siempre ‘el intelectual', también recuerdo a los Sastre o Bartolo Noguera, que era un poco trasto. Pero son tantos que es injusto nombrar a unos y no a otros. Obviamente no me acuerdo de todos, por eso, cuando me paran por la calle y me dan dos besos, siempre les digo lo mismo: «¡nombre y apellidos!» (ríe).
— ¿Echa de menos la enseñanza?
— Sí. Me jubilé hace 15 años y añoro a los niños. Quien ama la enseñanza, la ama siempre. Si he de ser sincera, todavía me siento con fuerzas y ganas de enseñar a algún niño. Si es que sigo guardando los libros que me compraba yo misma para niños con problemas de dislexia, por ejemplo. Antiguamente, los niños que tenían este tipo de problemas no eran más que niños trastos o ‘malos'. Incluso se trataba de ‘adiestrar' a los niños zurdos.
— ¿A qué se dedica en su jubilación?
— Como casi todas, me quedé viuda y una trata de apuntarse a una cosa y a otra para mantenerse activa y tener la mente ocupada. Así que hago voluntariado, ‘I'm studying english', y voy mucho con mi grupo de amigas a pasar la tarde, a jugar a cartas o a tomar algo por ahí. Nos conocen como ‘las chicas de oro' (ríe).