Eric de Bont (Tilburg, Holanda, 1956) montó en Ibiza su escuela internacional de clown a finales de los años 90. Una escuela que «por una tragedia personal» tuvo que cerrar en 2013, marchándose entonces de Ibiza para volver una década después con un nuevo proyecto en el que fusiona el clown con la tragedia.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Tilburg, Holanda. En una familia bien acomodada y muy católica. Yo fui el mayor de cuatro hermanos, sin embargo, antes que yo, mis madre, Jeanne, tuvo cuatro abortos y, justo antes de quedarse embarazada de mí, murió ahogado por su propio cordón umbilical. Nací en pleno luto de mi madre por su hijo y eso se notó.
—¿En qué sentido?
—En que siempre me tuvieron superprotegido, tal vez por eso desde que nací siempre estuve buscando la salida y fui el más salvaje y pionero de todos los hermanos. Yo solo quería libertad, descubrir y maravillarme. Por eso siempre me escapaba a mi mundo de fantasía en el que tenía amiguitos imaginarios con los que siempre estaba hablando ante la estupefacción de mis padres. Yo fui un poco la oveja negra de la familia.
—Además de sobrecogida, ¿su infancia fue feliz?
—Mi familia tenía fama de hospitalaria por su gran sentido del humor. Sin embargo, también se caracterizaba por el miedo al qué dirán. Con seis años empecé a ser monaguillo. De seis a siete dábamos cuatro misas a los padres enfermos del monasterio, de siete a ocho cuatro más en las capillas antes de la misa grande para el pueblo. Después me iba al colegio. Fui monaguillo hasta los 17 años y lo que más me gustaba eran los funerales. También alucinaba en la iglesia: ese espacio enorme que olía a incienso, las misas en latín, las ropas de los curas, los cuadros de las paredes... Era todo tan teatral que me fascinaba.
—¿Le atraía la religión más allá de lo teatral?
—Sí. Con 12 años las paredes de mi habitación estaban llenas de imágenes religiosas y soñaba con ser misionero. Pero mis padres me dijeron que, antes de hacerme cura, estudiara una carrera. En esa época echaban una serie en televisión en la que había una mujer trabajando en un hospital y decidí hacer la carrera de Fisioterapia.
—¿Trabajó como fisioterapeuta?
—Sí. Nada más terminar la carrera empecé a trabajar en distintos lugares. Pero el sueño de hacer teatro no se me pasaba y empecé a hacer distintos cursos como hobby. Uno de los profesores que tuve era un filósofo y clown, Franz Joseph Bogner, que me abrió un nuevo mundo que cambió mi vida. Mi padre, Jan, estaba dispuesto a montarme una consulta pero le dije que no, que yo iba a ser clown. Como el trabajo de fisioterapeuta me daba dinero, me reservaba unas semanas para ir a hacer cursos de clown con unos profesores y con otros en distintos lugares. Una de las profesoras, Masja Knops, me ofreció hacer un espectáculo infantil bajo su dirección. Fue una verdadera bomba: vendimos el bolo más de 2.000 veces y el Ministerio de Cultura nos acabó subvencionando un segundo espectáculo. Llegué a hacer hasta nueve espectáculos y, desde entonces, pude a empezar a vivir del teatro. En un momento llegué a tener mi propio teatro en el barrio rojo y giraba de ciudad en ciudad durante mucho tiempo. Me llegué a cansar de los escenarios y, como me lo pedían a menudo, empecé a dar clases de clown. Primero de ciudad en ciudad, pero en un momento dado decidí que, en vez de ir yo a la gente, que la gente viniera a mí y pensé en montar una escuela en el Mediterráneo.
—¿Así fue cómo llegó a Ibiza?
—En realidad yo tenía pensado ir a Barcelona o Granada, pero no me acababan de cuajar. La cuestión es que Ana, una amiga, me pidió que le echara una mano en Holanda a una amiga suya que era de Ibiza y que vino de médicos. Como agradecimiento me invitó unos días a Ibiza y me enamoré de la isla el primer día que llegué. Era 1996 y mis hijos, Tom y Jeroen, eran muy pequeños y eso fue lo que más me hizo pensar en la decisión de establecerme en Ibiza. Sin embargo, les continué viendo regularmente y Jeroen acabó viniendo a vivir a Ibiza.
—¿Cómo se tomó su padre la decisión de dedicarse al ‘clown'?
—Al principio se escandalizó, claro. Pero un día le invité a que viera una de mis clases. Dos días después me dijo que eso era a lo que debía dedicarme y me dio la bendición, que no necesitaba, para que viniera a probar mi proyecto en Ibiza. Murió dos días después.
—¿Cómo fue su aterrizaje en Ibiza?
—Muy bien. Vine con mi amiga Heti, que me acompañó para buscar distintos locales en los que montar la escuela. Así conocí a Joan Marí Tur, que era de la familia del cine de Can Jeroni. Un teatro que, de no haber estado tan ruinoso, podría haber valido para la escuela. La cuestión es que Joan se convirtió en una suerte de segundo padre para mí. Volví en enero del 97 dispuesto a priorizar la búsqueda de vivienda y, nada más llegar, llamé a Joan para contárselo. Él me dijo que tenía una casa para mí, que resultó ser una casa de la que me había enamorado unos meses antes, cuando vine con Heti.
—¿Logró encontrar un local para montar la escuela?
—Sí. Primero en es Cubells, donde estuve cuatro años en la Asociación de Vecinos. Es Cubells me acogió de una manera increíble. Fue una bomba, empezaron a venir alumnos de todo el mundo y la escuela creció muy rápido desde el primer momento. Entre 2004 y 2010 fue increíble, incluso venían actores de renombre, como Gabino Diego y artistas que han acabado, por ejemplo, en el Circo el Sol. Creamos también una asociación sociocultural: La República Independiente del Fracaso, con la que organizábamos conciertos, obras de teatro, proyecciones...
—¿Dónde estuvo además de en es Cubells?
—En Sant Josep, al lado de la curva. Allí estuvimos desde 2005 hasta 2013, cuando una tragedia personal me obligó a marcharme, a fugarme de la isla. A partir de entonces me hice nómada durante un año recorriendo toda Latinoamérica y Europa hasta que decidí establecerme en Menorca, donde estuve 10 años. Pero no era lo mismo que Ibiza y yo seguía con mi duelo por lo que pasó aquí. Allí me enfrenté a mis sombras, algo muy doloroso y necesario, que me ayudó a transformarme. El último de los conceptos que desarrollé allí tuvo que ver con la sanación, con la fusión de la tragedia con el clown.
—Tragedia y ‘clown', parece algo muy contradictorio.
—En principio puede parecerlo, pero en realidad es una medicina para el alma. Se tocan temas tan jodidos como la soledad, el miedo a la muerte o hasta la violencia sexual desde el lenguaje del clown. El público llora y ríe a la vez. Por eso esta última fase de mi vida laboral he decidido enfocarme en montar un pequeño centro internacional enfocado en la tragedia y el clown en Ibiza.
—Entonces, ¿ha vuelto a Ibiza definitivamente?
—He vuelto para desarrollar este proyecto junto a Daniela, mi pareja. Porque la tragedia del clown reside en que consigue el éxito el fracaso, donde no quiere tenerlo. El clown es pura poesía, más aún cuando lo fusionas con la tragedia.