El de farero es un oficio sin jefes al lado, con poco estrés y muchas horas de soledad, pero la gran responsabilidad de mantener siempre encendida la luz que ilumina a los barcos que se acercan a la costa. Un oficio que, desde 1992, está condenado a muerte después de que el gobierno declarara por ley la extinción del Cuerpo de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas.
Es cuestión de tiempo que los pocos fareros que continúan en activo se jubilen y, cuando esto ocurra, este oficio pasará a formar parte de otros ancestrales oficios ya extinguidos como el de sereno, pregonero o colchonero. Para mantener viva la memoria de estas personas, Jorge Montañés, un joven historiador mallorquín de 29 años, está llevando a cabo un proyecto encargado por la Autoritat Portuària de les Balears (APB) que consiste en recopilar fotografías, documentos y testimonios de fareros, a quienes él denomina como «la otra mitad de los faros». El objetivo es que las próximas generaciones no sólo valoren el patrimonio arquitectónico que constituyen los faros sino también el importante papel que desempeñaron los fareros que los habitaron.
A lo largo de su investigación, Montañés ha logrado recopilar deliciosas anécdotas protagonizadas por fareros que dedicaron su abundante tiempo libre en hacer artilugios como el que ideó José María de Abásolo mientras guardaba el faro de es Botafoc en la década de los años 50 del siglo pasado. Bajo la marca ‘Exclusivas Botafoch', ideó un sistema para cerrar recipientes de manera hermética. «Era muy ocurrente, pero muy mal negociante», cuentan sus hijos Purificación y José María. El farero inventor de es Botafoc, procedente de una familia de relojeros, era un ‘manitas' y arreglaba los televisores de todo el vecindario a cambio, por ejemplo, de una docena de huevos. Los mismos vecinos que, tras un intensísimo temporal, creyeron que el farero y su familia habían muerto porque las olas eran tan grandes que llegaron a pasar por encima del faro.
Durante su estancia en Ibiza le dio tiempo, incluso, a sacarse el título de tornero en la Escuela de Artes y Oficios y llevaba cada día a sus hijos al colegio en canoa. Por mar era el camino más corto para llegar a la antigua escuela de San Vicente de Paúl, ubicada en la plaza de sa Tertúlia.
Todo farero tiene en su haber decenas de anécdotas relacionadas con el mal tiempo y, sobre todo, los grandes temporales. El ibicenco Mariano Juan todavía recuerda cuando a su mujer le cayó un rayo que la dejó por unos minutos paralizada. También Eusebio Talón, farero de Cala Figuera, ha recibido varias medallas por rescatar a personas en apuros. «Siempre tenía preparada una cuerda y un neumático por si acaso», cuenta el historiador.
Pero también hay episodios desagradables, fruto de la tensión que suponía para los dos fareros encargados antiguamente de un faro vivir en su reducido interior con sus respectivas familias. En el año 1936, el farero mallorquín Bartolomé Llompart disparó con una pistola a la mujer de su compañero durante una discusión en el faro de Punta Abona, en Santa Cruz de Tenerife tras una acalorada discusión.
Entre sus filas, este oficio también ha contado con varios fareros con inquietudes académicas como Mateu Mulet, encargado del faro de Llebeig, en Mallorca, entre otros, que hacía radios de galeno para escuchar emisoras prohibidas durante la postguerra española, al mismo tiempo que daba clases a los niños. Pero el caso más paradigmático es, probablemente, el de Javier Pérez de Arévalo, farero de la Mola, doctor en Historia por una tesis sobre faros, licenciado en Filosofía y autor de varios libros.
En su reciente visita a Ibiza, Montañés ha visitado a Santi Ribas, el último farero de las Pitiusas que todavía vive en es Botafoc, para conocer de primera mano sus experiencias en el faro. Entre alguna de sus vivencias, recuerda la ocasión en que a su coche, aparcado junto al faro, le fallaron los frenos y se cayó al mar. Por fortuna, la grúa lo pudo sacar y, gracias a su afición a la mecánica, pudo recuperarlo.
Al igual que Santi Ribas, también el historiador Jorge Montañés es hijo de farero. Vivió desde su infancia hasta que cumplió los 18 en el faro de Porto Colom, en Mallorca, del que tiene buenos recuerdos pero también reconoce la falta de comodidades como las humedades y la falta de modernos sistemas de calefacción o el hecho de no poder jugar con otros niños en la calle. A pesar de todo, con el tiempo ha aprendido a valorar un oficio en vías de extinción que, en el caso de su padre, supondrá también abandonar un faro que ha sido su hogar prácticamente desde que nació. «Habrá que ir acostumbrándose», afirma este joven con cierta nostalgia por un lugar donde, como describe, las estrellas inundan el cielo y las tormentas, que ven llegar a lo lejos desde el mar, se viven con intensidad.