Lola Prieto (Cartagena, 1943) lleva cuatro años despidiendo sus vídeos en las redes sociales con un «al otro lado del miedo». Se trata de una sutil pista sobre la vida que le tocó sufrir junto a su maltratador hasta que logró llegar a ese otro lado del miedo décadas después. Víctima también del contexto histórico en el que le tocó vivir, ni la sociedad ni la justicia le sirvieron de apoyo a la hora de escapar de una relación de violencia. Una historia de maltrato que, tal como explica ella misma, «es bueno exteriorizar para tomar conciencia y para que las malas experiencias no se pudran dentro de una».
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Cartagena, en el seno de un hogar feliz de clase media-alta. Tenía dos hermanos mayores y yo era la pequeña de la familia. La nena, la mimada y la protegida. En el mejor de los sentidos, yo siempre fui el ‘juguete’ de mi madre, Mercedes. Siempre me cuidó y atendió como si fuera su caprichito, hablándome siempre en el tono más dulce. No dejaba ni que el aire me molestara, y lo consiguió teniéndome siempre junto a ella.
—Nos está hablando de una madre tal vez algo hiperprotectora. ¿Le afectó eso a su infancia?
—Nunca fui una niña que saliera a la calle a jugar, ni que tuviera un grupo de amistades ni que pasara una noche en casa de una amiga. Si iba a un cumpleaños, iba con ella. Si iba a la playa, iba con ella. Aunque tuviera 15 años, ella siempre me acompañaba allá donde fuera. Siempre me protegía, tal vez demasiado, porque cuanto más te protegen, más hostias te da la vida y menos preparada estás. Desde fuera te miran mal cuando te ven como a una niña mimada que lo tiene todo.
—¿Hasta cuándo vivió ‘protegida’ de esa manera?
—Hasta que conocí al que sería mi marido, cuando yo tenía 15 años y él 24. Era un hombre guapo, inteligentísimo y muy interesante. Parecía un artista de cine. Trabajaba en petroleros y había cruzado el mundo cinco veces antes de conocerme. Año y medio después de conocernos, cuando yo tenía 17 años, me casé… O mejor dicho: nos casaron. Aunque reconozco que lo hice enamorada y feliz porque, por fin, podría ser yo: una persona libre para estudiar, leer, salir, descubrir y conocer cosas. Aunque mi sueño hubiera sido estudiar Matemáticas, al ser la niña de la casa, yo no pude estudiar como sí hicieron mis hermanos.
—Se casó con un hombre guapo e interesante con la esperanza de poder ‘ser usted misma’. ¿Lo consiguió?
—No. La misma noche de bodas decidí que me quería separar, pero no os voy a contar el porqué. Solo os diré que me cruzó la cara y me dijo: «A ti te voy a enseñar yo a quitarte el mimo». Al volver del viaje de novios y marcharse él a trabajar, le pedí que me diera dinero para comprar comida. Me respondió que no me iba a dar dinero y que «de comer te puede dar cualquiera». Al volver, pasaba por casa de su madre para buscar algo para comer.
—¿Aguantó esa situación durante mucho tiempo?
—A los siete meses le dije que allí se quedaba. Pero hablamos de 1960, no tenía derecho a separarme, así que, nada más marcharme, él selló la puerta para que no pudiera volver a entrar y se fue a denunciarme por abandono del hogar. Me marché a casa de mis padres, pero allí tampoco encontré apoyo. Me dijeron que qué me creía yo que era el matrimonio y me devolvieron a casa. No me creyeron: yo era una niña mimada y pensaban que, por el hecho de tener que hacer la cama, me había entrado un berrinche. No les culpo.
—¿Cómo fue la vuelta a casa con su marido?
—Me cogió del brazo y me dijo: «Esto es lo que hay». Yo solo pude callarme y ponerme a trabajar a escondidas para poder tener mi propio dinero. Hacía labores de ganchillo, que estaban muy de moda en ese momento: cuellos, bolsillos para vestidos, canesúes… Como siempre estaba haciendo este tipo de cosas en casa, él nunca se dio cuenta de que lo hacía por dinero. Lo escondía en cualquier lugar: debajo de una losa de un armario, dentro de un bolso o en el forro de mi abrigo. Para ser libre necesitaba dinero. Él sospechaba que lo tenía, pero yo le respondía que todo el que encontrara se lo quedara, siempre con una sonrisa. Aprendí que cuando me alteraba, era cuando él se ponía violento. Así que me protegía detrás de mi sonrisa, de día y de noche.
—¿Tuvieron hijos?
—Sí. Tuvimos seis, pero tres nacieron muertos, uno de ellos lo llevé cuatro meses sin vida en el vientre. A mis tres hijos los saqué adelante yo sola y los tres tienen carrera. La mayor, Eva, es directora de orquesta; Israel estudió Economía y Dosi es profesora de pilates y estudió piano. Cuando nació Eva, mi marido ya trabajaba para Butano y coincidió con unos juegos deportivos que organizaban cada año. Me dijo que cómo se me ocurría parir durante los juegos, así que tuve a mi hija sola, con mi familia en Cartagena.
—¿Cambió la actitud de su marido con la paternidad?
—Para nada. Él era alcohólico, ludópata y putero. Incluso tuvo una hija fuera del matrimonio. Aunque ganaba mucho dinero, vivía a base de préstamos porque se lo gastaba todo en el juego. En una ocasión intentó apostarme a mí, menos mal que le dijeron que eso ya no se podía hacer. No tenía límites. Un día me vino con la historia de que quería montar un grupo musical «para ganar dinero», para lo que ya se había gastado 500.000 pesetas en instrumentos. Esa fue la gota que colmó el vaso, y decidí separarme de nuevo.
—¿Cómo fue la segunda separación?
—Mi hija tenía tres años, era 1967, y me presenté en casa de mis padres, que esta vez ya me comprendieron, y en los juzgados para pedir la separación. Sin embargo, quien debía concederme la separación era la Curia que, tras tres años luchando, lo único que dijo fue: «No ha lugar». Además, yo estaba embarazada por tercera vez, de nuevo con un hijo muerto que tuvieron que sacarme con una operación.
—¿Cómo fueron esos tres años de lucha por la separación?
—Horribles. Me seguía por todos lados. Estuve prácticamente todo el tiempo encerrada en casa de mis padres sin salir más que para ir a ver al abogado. Él estaba en la esquina esperándome con un cuchillo para matarme, cuchillo que, además, iba enseñando a todo el mundo mientras les contaba sus intenciones sin ningún rubor. Un día se llevó a la niña y no me la devolvió. Al ir al juzgado, no me aceptaron la denuncia porque estaba con su padre. A la semana me dijo que, para volver a verla, tenía que regresar con él. No vi más opción que hacerlo, la sentencia de la Curia tampoco me dejaba otra salida que marcharme con lo puesto y sin derecho a reclamar a mi hija porque yo era quien abandonaba el hogar.
—¿Cómo fue volver tres años después a esa casa con su marido?
—Al volver, me repitió eso de «esto es lo que hay: no tienes salida». Pero la verdad es que él no estaba en casa más que para ducharse y cambiarse de ropa. Yo me ocupaba de mi hija, y un año después, en el 71, nació mi hijo Israel. En el 76 pidió un cambio de destino en Butano, donde trabajaba, cuando la madre del hijo que tuvo fuera del matrimonio empezó a presionarle para que se responsabilizara de él. Él dijo que era un ascenso (ríe). De esta manera acabamos en Ibiza.
—¿Cambió su vida en Ibiza?
—En muchos sentidos, sí. Empecé a trabajar abiertamente como modista, a bailar en el Casino (desde niña me encantó el mundo del espectáculo) y, más adelante, limpiando. Él también cambió, pero a peor. Aunque delante de la gente me presentaba como su señora, yo cumplía el papel perfectamente en el mundo de gente importante en el que se movía. En casa, ni existía. En Ibiza me quedé embarazada dos veces: la primera lo llevé cuatro meses muerto en el vientre. La segunda vez nació mi hija Dosi. Como yo bailaba, era artista y siempre iba arreglada, acabó pidiendo un certificado de paternidad. De esta manera, hasta que se demostró que sus acusaciones eran falsas, todo el barrio a quien miraba mal era a mí. Como si fuera una suerte de ‘mujer pública’, se me llegó a insinuar algún vecino y todo. «Cuando el río suena…», me dijo. El día que tuve la prueba de paternidad hice fotocopias y las repartí entre todo el vecindario. Ese mismo día acepté la invitación de ese vecino, me pedí el whisky más caro (yo nunca bebo), le puse el papel sobre la mesa y me marché.
—¿Volvió a separarse?
—Así es. Llegó un momento en el que ya no quise seguirle. Él «había dejado la empresa» –luego me enteré de que las circunstancias eran otras–, y su rutina era ir por la mañana al bar y volver calentito a dormir. La gota que colmó el vaso fue un comentario de mi hija al contarle el maltrato que soportaba. Eso fue en el 91, después de volver de una temporada en Canarias, donde estuve bailando. Esa misma noche me fui a vivir con mi hija.
—¿Cómo fue a partir de ese momento?
—Ahí empezó lo más fuerte. Por un lado, me sentí una persona libre, no una mártir. Por otro, él empezó con las agresiones físicas fuertes. Me esperaba escondido en algún portal para agarrarme por sorpresa y pegarme palizas un día detrás de otro. En plena calle y muchas veces delante de mis propios hijos. Tuve hasta 26 juicios; la mayoría de veces era él quien me denunciaba a mí por cualquier cosa (yo los gané todos). La denuncia que le puse yo fue cuando me puso un cuchillo en el cuello. Había dejado a mi hija en el colegio y él me esperaba en el portal de casa. «O te vuelves a vivir conmigo, o te mato aquí mismo», me dijo. «Aprieta», contesté yo. La Policía me dijo que «eso lo dicen, pero nunca se atreven a hacerlo», que me lo tomara con calma. A él le aceptaban todas las denuncias, hasta las de paternidad; a mí, ninguna. El acoso era constante, desde llamadas a casa preguntando a mi hijo por «la puta de tu madre», hasta poner papelitos en el ascensor de la casa, además de las palizas. Murió en 2008; hasta entonces no paró.
—Desde entonces, ¿es feliz?
—Tengo momentos felices porque la vida te trae todo tipo de cosas, y la meta no es la felicidad sino vivir en paz. Ahora, al otro lado del miedo, vivo en paz y tengo muchos momentos felices.