El análisis de los factores determinantes de la rentabilidad empresarial tiene una influencia cada vez más preponderante en la obtención de ventajas competitivas sostenibles para la empresa, y por lo tanto, este hecho habrá necesariamente que reflejarse en su valor de mercado.
Es precisamente esta corriente de pensamiento la que desde las postrimerías del pasado siglo se ha impuesto en el ámbito empresarial exigiendo la medición y valoración de los activos del conocimiento en los estados financieros.
Coincidimos con diversos autores (Lev, Sougianis, Rodríguez Castellanos,...) que abogan por que se incrementen los esfuerzos para contabilizar los activos estratégicos aunque estos no procedan de una transacción convencional, porque la mayor parte del valor intelectual se genera antes de las transacciones.
Por proporcionar algunos datos que corroboran nuestra hipótesis, podemos afirmar que, en la actualidad, el valor global del capital intelectual de las empresas puede llegar a ser tres o cuatro veces el valor de los activos materiales, según los estudios más recientes del índice Mundial Morgan Stanley. El hecho de no contabilizar estos activos está provocando la asimetría de información y de ineficiencia en general, y en el mercado bursátil especialmente. En efecto, si la información que más contribuye a descubrir el valor de la empresa no aparece en los informes financieros, los analistas tendrán que buscarla por otras vías, con lo que las empresas que dispongan de mayores recursos estarán en mejor disposición de captar y procesar esta información oculta pero sustancial.
Por otra parte, las regulaciones de los países muestran criterios muy diferentes respecto al reconocimiento, valoración y amortización de los activos intangibles, con las lógicas consecuencias para las empresas a la hora de buscar financiación en los mercados internacionales de capitales, puesto que podría afectar a la percepción del riesgo que se tenga de la empresa, y por tanto al coste del capital obtenido.
La necesidad de medir y valorar el capital intelectual parece evidente. A las formas clásicas de medición: La “q” de Tobin (premio Nobel de Economía 1969) como relación entre el valor de mercado de un activo y su coste de reposición, si el activo se negocia en un mercado eficiente. Tenemos también el tradicional Fondo de Comercio o Goodwill que aparece en la contabilidad a consecuencia de fusiones o adquisiciones, como un valor por encima del de los activos contabilizados, que debería ser amortizado en un determinado período de tiempo, finalizado el cual desaparecía del balance.
Es evidente que estas dos formas de valorar los intangibles plantean limitaciones y las nuevas líneas de investigación incluyen asimismo nuevos factores, como indicadores de patentes, actualización de gastos de I+D+i según coste histórico, actualización de flujos de tesorería futuros, capital de conocimiento, etc., como fuentes de valor empresarial.
Pueden emplearse otras variables aplicables en cada caso y en función de tamaño, sector (en la industria electrónica el ciclo de vida de una tecnología es por término medio de 4 años), etc. Así para las empresas intensivas en conocimiento expuestas a mayor riesgo deberían ajustarse las mayores primas de rendimiento.
Nuestra conclusión es que los estados financieros convencionales no aportan información suficiente para el análisis económico de la empresa, que precisa una información adicional, fuera de balance, del valor del capital intelectual, como elemento del activo, y de la cuantificación de los riesgos potenciales, como pasivo contingente.