“Las empresas familiares son organizaciones en las que la dirección está sujeta a una influencia significativa de una o varias unidades familiares a través de la propiedad”. Así reza la definición de negocio familiar (“family business”) formulada por el economista Peter Davis en 1983. Desde entonces, muchos son los autores que han desarrollado dicha proposición, tratando de delimitar un porcentaje mínimo de participación de la familia en el capital de la empresa o buscando precisar el grado necesario de intervención familiar en la toma de decisiones del negocio. Pero lo cierto es que no existe una definición inequívoca de Empresa Familiar.
Tanto es así que no encontramos en el derecho privado una norma que explique de forma omnicomprensiva cuándo una compañía tiene o no tal carácter. Ni siquiera el Real Decreto 171/2007, de 9 de febrero, por el que se regula la publicidad de los protocolos familiares, define explícitamente el término que nos ocupa en este artículo.
Ha sido el derecho público, a través del ordenamiento tributario, el que se ha visto en la necesidad de crear un “concepto jurídico” de Empresa Familiar (que, en esencia, no dista tanto del “concepto económico” enunciado por Davis) con el objeto de incentivar fiscalmente la continuidad de esta tipología de empresas.
De esta manera, la vigente Ley del Impuesto sobre el Patrimonio recoge, entre otros, un supuesto de exención ligado a la participación en entidades, siempre que concurran las siguientes condiciones:
1) Que la entidad desarrolle una actividad económica.
2) Que la participación del sujeto pasivo en el capital de la entidad sea al menos del 5%, o del 20% conjuntamente con su grupo de parentesco (cónyuge, ascendientes, descendientes o colaterales de segundo grado).
3) Que el sujeto pasivo (o cualquiera de los miembros de su grupo de parentesco) ejerza funciones de dirección, percibiendo por ello una remuneración que constituya su principal fuente de renta.
Pues bien, el cumplimiento de los citados requisitos, además de la exención en Patrimonio, habilita para aplicar una reducción del 95% en el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones con ocasión de las transmisiones lucrativas de las participaciones en estas entidades entre familiares directos.
Se trata, pues, de incentivos a la Empresa Familiar de innegable relevancia; beneficios, en definitiva, que pueden atenuar el impacto de una fiscalidad que, en estos tiempos, se ha convertido en un verdadero quebradero de cabeza para los contribuyentes.
Y es que la creciente presión impositiva que, en este espacio, venimos anunciando (y, en ocasiones, con el mayor de los respetos, “denunciando”) no impide que la propia normativa tributaria siga ofreciendo facilidades para abordar la compleja labor de ordenar y planificar la sucesión generacional en las empresas. Lo cual parece un claro acierto, máxime cuando las estadísticas confirman que los negocios familiares españoles generan más del 70% de los puestos de trabajo del sector privado.