Existe una clase de felicidad que las ciencias naturales prometen y que es casi siempre negada a la Economía. Los avances de las ciencias naturales (Biología –botánica, zoología, medicina–, Física, Geología, Química) son acogidos por la sociedad a menudo con confianza, lo que otorga al científico natural la certeza de que cualquier contribución importante que haga será utilizada para mejorar el futuro de la especie humana y de la sociedad en su conjunto.
Los científicos naturales no tienen duda que su esfuerzo investigador será conocido y utilizado por la sociedad. Por el contrario, los científicos sociales, entre los que se incluye a los investigadores de la Economía, difícilmente pueden satisfacer el afán legítimo de sentirse útiles, pues no pueden confiar que el progreso de su conocimiento será seguido de una gestión más inteligente de los asuntos sociales. Incluso no pueden estar seguros de que su esfuerzo no sea mal utilizado por otros, produciendo lo contrario de lo que pretendían.
Esto está directamente relacionado con el hecho de que aquellos que tienen que aplicar los resultados de la investigación económica son profanos en la materia, es decir no están formados en Economía. En esto la Economía difiere de las otras ciencias, pues en las facultades de Economía no se forman a personas a las que se les llama cuando surge un problema económico. En el mejor de los casos se les llama como asesores, pero la decisión final de cómo resolver ese problema no corresponde al economista, sino al político o al público en general. Esto no le ocurre a ninguno de los estudiantes de las facultades de ciencias naturales, ni siquiera a los de las escuelas de Formación Profesional, incluidos aquellos que cursan administración o dirección de empresas.
Hay varios puntos interesantes en relación a estos hechos que tienen considerable trascendencia para la posición profesional del economista, tales como la especial dificultad de distinguir en nuestro campo entre ‘experto' y ‘charlatán'; la tradicional impopularidad y la peor reputación que soportan los economistas frente a otros profesionales; o el hecho no menos importante de que el economista, en ese el afán legítimo de sentirse útil, se desvíe por la vía rápida de ganar la influencia, lo cual se consigue más fácilmente haciendo concesiones al sentir mayoritario de la sociedad y adhiriéndose a las tesis de grupos políticos o de presión existentes.
Es tan fácil llegar a conclusiones agradables, elaborar tesis que a otros les gusta creer, coincidir con la visión mayoritaria, no desilusionar entusiasmos, darle al público lo que quiere en lugar de advertirle de que no puede tener todo lo que quiere… que a veces resulta irresistible aceptar visiones y punto de vista que, en frío, no resistirían un examen de primero de Economía.
Por ello, los economistas, por el tipo de problemas con los que tratamos, debemos siempre sospechar de nosotros mismos. Esta es parte también de nuestra tarea: detectar incompatibilidades, puntualizar costes, por más impopular y antipático que pueda ser. Algo a lo que nunca temieron los economistas clásicos y que en el ‘tiempo de cambio' en el que nos encontramos inmersos se antoja más que necesario, imprescindible.