De un tiempo a esta parte, la relación entre el Ministerio de Hacienda y las grandes empresas no pasa por su mejor momento. Y es que, en los últimos meses, las compañías de mayor envergadura han sido las principales destinatarias de las reformas dirigidas a impulsar la recaudación tributaria.
El primer desencuentro vino de la mano del Real Decreto-ley 2/2016, de 30 de septiembre, por medio del cual se incrementó sustancialmente el importe de los pagos fraccionados del Impuesto sobre Sociedades para las empresas con una facturación anual superior a 10 millones de euros.
Dos meses más tarde, y de nuevo a través de la (ya recurrente) figura del Real Decreto-ley, se introdujeron nuevas restricciones a la compensación de bases imponibles negativas para las entidades con ingresos anuales superiores a 20 millones de euros, así como la obligación general de revertir las pérdidas por deterioros de cartera deducidas antes de 2013.
Finalmente, y casi en paralelo, el Real Decreto 596/2016, de 2 de diciembre, incorporó a nuestro sistema tributario un férreo mecanismo de control del IVA conocido como Suministro Inmediato de Información (SII), que supone que a partir del próximo 1 de julio de 2017, las empresas cuya cifra de ventas sea superior a 6 millones de euros deberán remitir a la Administración Tributaria sus libros registros de facturación nada menos que cada cuatro días naturales.
En este contexto, recientemente el ministro de Hacienda y Función Pública ha aprovechado para recordar que “las grandes empresas tributan al 7%, menos que cualquiera de nosotros”. Aseveración esta que no ha tardado en ser rebatida por la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, desde la que se asegura que “las grandes empresas pagan un tipo efectivo en el Impuesto sobre Sociedades cercano al 20%”.
Fuera lo que fuera, parece que la polémica está servida. Lo cierto es que estamos ante una controversia cuyo análisis puede abordarse desde distintas perspectivas:
Los poderes públicos reclaman un esfuerzo recaudatorio que consideran pertinente recabar de las grandes empresas, por cuanto entienden que estas poseen la capacidad contributiva necesaria para coadyuvar al sostenimiento de las finanzas públicas.
Por el contrario, a juicio de las grandes empresas, la creación de una suerte de “impuesto sobre las pérdidas” vulnera frontalmente el principio tributario de capacidad económica. Y de hecho, ya se estudia la posibilidad de interponer un recurso de inconstitucionalidad contra la reciente reforma del Impuesto sobre Sociedades.
Y mientras tanto, el común de los mortales sospecha que de una u otra manera, antes o después, acabará pagando buena parte de esta factura. Contribuyentes de a pie, entre los que podría estar cualquiera, que contemplan una lucha de gigantes de la que no terminan de ser ajenos. Porque irremediablemente (y evocando al compositor al que le debo el título del presente artículo) “en un mundo descomunal, sienten su fragilidad”.