A estas alturas, no cabe duda de que la economía colaborativa (“sharing economy”) ha llegado para quedarse. Y es que, en los últimos años, las tecnologías de la información han introducido importantes modificaciones en las condiciones del intercambio de bienes y servicios que han traído consigo que entidades como Airbnb, Freecycle o Wallapop hayan sido capaces de crear una nueva realidad socio-económica.
Un fenómeno que tiene visos de ser imparable y que recientemente, y de manera un tanto accidental, ha sido objeto de un intenso debate en el mundo tributario.
Me refiero, concretamente, a la polémica surgida en torno a la resolución de la Dirección General de Tributos nº V2170-17 que vio la luz a principios de noviembre y que ha venido a confirmar que la compraventa entre particulares de objetos de segunda mano a través de plataformas de internet está sujeta al Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (ITPAJD) al tipo impositivo del 4%.
En efecto, ha sido tal la controversia generada por este pronunciamiento, que se ha llegado a afirmar que estamos ante la aprobación de un nuevo tributo acuñado como “Impuesto Wallapop” (en alusión directa a esta empresa cuyo objeto es intermediar en la compraventa de bienes de segunda mano mediante el uso de la geolocalización).
En este sentido, son muchos los que han mostrado su frontal oposición a lo que, según entienden, constituye un gravamen diseñado “ad hoc” para incrementar los ingresos de las arcas públicas.
Y si bien es cierto que, en los tiempos que corren, no resulta difícil empatizar con quienes defienden dicha posición, desde un punto de vista estrictamente técnico, no parece sostenerse la tesis según la cual nos hallamos ante una nueva figura impositiva. Y todo ello por los siguientes motivos:
1. Porque el ITPAJD grava las transmisiones onerosas de toda clase de bienes (muebles e inmuebles, sin excepción) en virtud de una norma con rango de Ley que fue aprobada nada menos que en el año 1993.
2. Porque el artículo 133 de la Constitución establece con toda claridad que la potestad originaria para establecer los tributos corresponde exclusivamente al Estado, mediante ley.
3. Y porque, en definitiva, la Dirección General de Tributos se ha limitado a dar respuesta (fundada en derecho) a una consulta de un contribuyente que, al parecer, albergaba ciertas dudas acerca de la tributación de este tipo de operaciones.
Cuestión distinta es si la Administración tiene realmente capacidad para controlar las millones de transacciones que se realizan a diario en estas plataformas y, por ende, si la regulación vigente del impuesto en cuestión se adapta o no a la realidad social existente en la actualidad.
Y es que quizás hoy, más que nunca, cobre sentido aquella frase del profesor F. Sainz de Bujanda según la cual “en materia impositiva la tarea del nuevo Derecho Financiero consistirá en salir al paso de la confusión reinante elaborando una teoría jurídica del impuesto que no se confunda con la problemática económica de la imposición”.