Hay quien dice que existe una variante de la Ley de Murphy que nunca alcanzó tanta popularidad como esta, a pesar de que muy probablemente se formuló con anterioridad. Es la llamada Ley de Finagle, cuyo cruel enunciado reza como sigue: «Algo que pueda salir mal, saldrá mal en el peor momento posible».
Disquisiciones históricas aparte, lo cierto es que este sugestivo corolario se ajusta en cierta medida a lo que le está sucediendo en los últimos tiempos al legislador tributario en materia de maternidad.
Sirva de ejemplo la conocida sentencia del Tribunal Supremo de 3 de octubre de 2018 que fijó como doctrina jurisprudencial que las prestaciones públicas por maternidad percibidas de la Seguridad Social estaban exentas del IRPF.
Como es sabido, dicho pronunciamiento trajo consigo dos consecuencias inmediatas:
1. Un alud de solicitudes de devolución del IRPF correspondiente a los ejercicios no prescritos.
2. La modificación de la ley del impuesto para declarar, por fin, expresamente exentas las prestaciones públicas por maternidad y paternidad.
Pues bien, cuando parecía haber amainado por completo el temporal, y en plena antesala de la campaña de renta, se ha suscitado una nueva controversia en torno a la fiscalidad familiar que podría poner en jaque, una vez más, la tan ansiada seguridad jurídica.
En efecto, como novedad para el IRPF de 2018, la normativa del impuesto prevé que la deducción por maternidad pueda incrementarse en 1.000 euros adicionales cuando se hayan satisfecho en el ejercicio gastos de custodia de los hijos menores de tres años en guarderías o centros de educación infantil autorizados.
La polémica ha surgido cuando, por vía reglamentaria, el Ministerio de Hacienda ha aprobado una declaración informativa (modelo 233) que obliga a las guarderías y centros de educación infantil a comunicar a la Agencia Tributaria, entre otras cosas, los datos correspondientes a la autorización del centro expedida por la administración educativa competente.
Y aquí radica la raíz del problema: al tener la educación infantil carácter voluntario (ver, entre otras, la STS de 21 de febrero de 2012), un buen número de guarderías no precisa de autorización de la administración educativa sino simplemente de licencia municipal.
Por consiguiente, la previsión reglamentaria parece sugerir que las miles de familias que llevan a sus hijos menores de 3 años a guarderías pertenecientes a la red asistencial (no educativa) se quedarían sin el incentivo fiscal.
Sin ánimo de adentrarnos en el complejo debate educativo (eso es harina de otro costal), desde el punto de vista estrictamente tributario, esta interpretación parece tener difícil encaje en el espíritu de la norma que aprobó la citada deducción, que no es otro que el de estimular la incorporación de la mujer al mercado laboral y facilitar la conciliación de la vida familiar y laboral. Incluso, dicho criterio restrictivo plantea una posible vulneración del principio de igualdad.
En fin, si nadie lo remedia, asoma en el horizonte una nueva contienda de índole fiscal en torno a la figura de la maternidad cuyo desenlace podría quedar, como ya es costumbre, en manos de los tribunales de justicia.