Hasta 110 denuncias presentadas ante la Oficina Anticorrupción, que dirige Jaume Far, se encuentran pendientes de tramitación por falta de recursos disponibles. Hasta ahora, según datos del propio organismo, sólo un 5 por ciento de las comunicaciones recibidas ha tenido algún recorrido administrativo o penal. Desde que se constituyó, en 2018, este departamento –dependiente del Parlament balear– tiene por resolver el 48 por ciento de las informaciones registradas de presuntas conductas irregulares en la Administración. Los datos ponen de nuevo sobre la mesa el debate sobre la eficacia de un organismo más propagandístico que útil.
Un golpe de efecto.
La creación de la Oficina Anticorrupcióm durante la pasada legislatura generó una notable polémica, debido a la escasa claridad de unas funciones que colisionan con las de la Fiscalía Anticorrupción y a una notable falta de medios. La puesta en marcha del departamento encabezado por Jaume Far fue un gesto político para frenar el deterioro de la imagen institucional ante los ciudadanos, dada la profusión de casos que se investigaban en las instancias judiciales. La cuestión de fondo, una duplicidad difícilmente justificable, sigue pendiente de resolver: la superposición de funciones entre el organismo autonómico y el judicial.
Acelerar la eficacia.
Ante unos hechos consumados, Anticorrupción no tiene otra opción que justificar su existencia enfatizando su eficacia frente a los ciudadanos. El que los expedientes se acumulen en un organismo que apenas tiene tres años de vida sólo puede crear desconfianza, máxime cuando su labor es tan delicada como la de aportar transparencia en la Administración. Far, como máximo responsable de la Oficina tiene por delante una ardua tarea para dotarla de credibilidad, y el mejor método es ser resolutiva en los temas que aborda. No es sencillo, pero las soluciones no pueden demorarse más.