La decisión del Gobierno de subir el salario mínimo interprofesional (SMI) en tan sólo un dos por ciento ha motivado reacciones encontradas. Por un lado, la patronal considera que el incremento debe situarse en los niveles del resto de los países de la zona euro, es decir, un 1'6 por ciento. Por el otro, lo sindicatos inmediatamente han criticado lo que consideran una actitud cicatera del Ejecutivo. Con esta medida, los perceptores del SMI pierden un 0'9 por ciento de su poder adquisitivo, puesto que esta es la diferencia entre el incremento decidido y el repunte de la inflación.
En una maniobra argumental realmente sorprendente, desde el Gobierno se asegura que en lo que va de legislatura, desde 1996 a 1998, la subida del SMI compensará la pérdida de 1999.
Realmente debe considerarse que quienes perciben este salario no son precisamente los más favorecidos por la bonanza económica de los últimos años. Y, además, hay que tener muy en cuenta que en el resto de países de la Europa de nuestro entorno, el salario mínimo se sitúa muy por encima del que tenemos en España, por lo que cualquier comparación que pretenda hacerse sobre sus incrementos y los nuestros puede resultar enormemente dolorosa.
Es evidente que las últimas cifras de la macroeconomía española no son del todo favorables y que el Gobierno ha tenido que revisar la previsión de inflación para este año, pero deben existir mecanismos igualmente eficaces para contener los repuntes sin tener que hacer sufrir las consecuencias a quienes dependen de un salario mínimo. En actitudes como éstas, lógicamente, se amparan quienes acusan al Gobierno de Aznar de recortes sociales y, en este caso, con razones sobradas para ello.