El espíritu de libertad que inspira el nombre «Ibiza» tiene su precio. Las fiestas ilegales que han proliferado y proliferan en espacios naturales y playas de la isla se han convertido, según los alcaldes y los empresarios de las salas de fiestas, en uno de los principales problemas de los ayuntamientos, en algo que las autoridades tienen que tratar de controlar y atajar. Al menos, es la preocupación que tanto responsables municipales como empresariales señalan. Durante largos fines de semana de los meses de verano se han concentrado en diversos puntos de Eivissa miles de jóvenes para intentar recuperar un espíritu emblemático que situó a esta isla en el centro de la contracultura occidental. Era cuando la isla aún no había sufrido el efecto del desarrollo demográfico y turístico que la ha llevado hasta lo que es ahora, un lugar perfectamente comercializable en las grandes redes vacacionales europeas. Precisamente como reacción a esto, un grupo de promotores ha llevado a cabo distintos encuentros «clandestinos» "como los bautizó la directora insular de la Administración del Estado, Encarnación Sánchez-Jáuregui" que han atraído a gente que trata de escapar de la oferta consolidada y masificada. Hasta aquí, la iniciativa es comprensible, incluso encomiable. Sin embargo, existen una serie de razones que indican que la situación no puede consolidarse: se han puesto en peligro rincones de alto valor medioambiental, se ha invadido propiedad privada, se han incumplido diferentes normas y la Guardia Civil ha requisado significativas cantidades de sustancias estupefacientes entre los que acudían a las fiestas. Sus promotores han pedido muchas veces que se regule su práctica, pero mientras los riesgos estén ahí las autoridades no pueden participar en la posibilidad de una tragedia, aunque ésta no tenga por qué llegar.
Editorial
Fiestas ilegales, el precio de una imagen