Las cosas en Israel están que arden desde hace meses y por eso la repentina dimisión del primer ministro hebreo Ehud Barak ha sido acogida con sorpresa pero también con cierta satisfacción porque permitirá la celebración de elecciones y la formación de un nuevo Gobierno que quizá sí afronte con valentía el vapuleado proceso de paz en la zona. En el momento de su renuncia, Barak sólo contaba con el apoyo de un tercio de los diputados del Parlamento israelí y, en esas condiciones, su labor ejecutiva era prácticamente imposible. Su decisión coincidió con el entierro de otras siete víctimas palestinas muertas bajo las balas de soldados hebreos. Toda una situación insostenible que a todas luces había que desenmarañar. El renacer de la intifada palestina, hace menos de tres meses, ha provocado ya la muerte de 317 personas, casi todas ellas árabes, y son muchas las voces que claman para que sea como sea se halle una solución a un conflicto sangriento que se prolonga demasiado.
No será fácil encontrar una salida negociada a esta crisis secular, pues el equilibrio de fuerzas políticas en el país hebreo es tan delicado que soporta pocas presiones. La derecha tiene una fuerza considerable y tampoco es despreciable la influencia de los ultraortodoxos, que han puesto en jaque varias veces al Gobierno de Barak, el más corto y accidentado de la historia del país.
Pero ahí está el pueblo palestino, luchando a muerte por conseguir un Estado propio en territorios ahora ocupados por colonos judíos armados y muchas veces violentos. Acaba una era sangrienta en este complejo país y las previsiones de futuro no son halagüeñas. Sólo la apuesta firme por una paz duradera aun a costa de ceder territorios y derechos permitirá a Oriente Medio respirar tranquilo.