Las carreteras pitiusas dejan mucho que desear. Hoy por hoy, al margen de la simpatía que se tenga hacia el asfalto, nadie es capaz de poner esto en cuestión. Las fotos sobre vías en mal estado de conservación y las denuncias de particulares sobre lo que se padece sobre ellas se suceden sin que nada parezca ocurrir entre nuestros gobernantes. El firme, salvo en contadas y honradísimas excepciones, ha continuado con su progresión de deterioro hasta convertirlas en el hazmerreír de Europa. No en vano transitan por ellas más ciudadanos extranjeros que nacionales, si nos atenemos a las estadísticas.
Si de pronto nos dejaran en medio de según qué zona nos imaginaríamos que estamos en una región remota por la que apenas transita nadie, algo bien lejos de la realidad. Pero, con todo, lo peor no es eso, sino que unas carreteras con el firme en mal estado son carreteras en las que falta seguridad, el lujo que ninguna sociedad de determinado nivel económico se puede permitir. Vale que Balears ha adolecido de un traspaso de carreteras absolutamente injusto desde que pasó de manos del Estado a las de la autonomía, pero la situación ha de cambiar radicalmente.
A todo esto no contribuye, ni mucho menos, el lío montado en el Consell por el trámite de reclamar la cesión para que las vías sean gestionadas desde la propia institución, una controversia de la que nadie deja de ser responsable en parte. El tira y afloja político, evitable en gran medida, acabará agravando la situación, porque está claro que desde Mallorca se ha producido un paulatino y evidente abandono del tema. En unas islas que tanto gustan de presumir de calidad de vida resulta chocante el abandono que sufren infraestructuras básicas como éstas, cuando, precisamente, calidad de vida es tenerlas en perfecto estado. Además, muchas veces nos va la vida en ello.