Pocas veces un mismo proyecto había conseguido unir las manos de estudiantes, profesores, rectores, líderes sindicales y de la oposición política y no precisamente para bien, sino en contra. Se trata de la LOU (Ley Orgánica de Universidades), que se encuentra en trámites en el Senado después de haber sido aprobada en el Congreso con la aplastante mayoría absoluta del Partido Popular. Lo cierto es que a gran parte de los ciudadanos el contenido de la LOU le resulta ajeno, porque pocos se han preocupado de explicarlo con claridad. El sistema de elección de rectores o de claustros es algo que inquieta poco a la sociedad, pero sí lo hace, y mucho, el saber lo que cuesta tener un hijo en la universidad y que demasiados chicos con talento se quedan fuera por falta de recursos económicos.
Que la universidad tiene muchísimos defectos y asignaturas pendientes es algo con lo que comulga el común de los mortales. Y que hay que exigir una universidad mejor, también. El quid del asunto es establecer los mecanismos necesarios para que esa premisa se haga realidad.
Lo esencial, probablemente, es el debate social. Que todos los sectores implicados participen en una reforma de esta importancia. Porque no se puede legislar en contra de todos, desde los alumnos a los rectores.
Es posible que muchos estudiantes no sepan por qué se han manifestado, pero no puede decir lo mismo de los rectores. Cabe suponer que han leído el proyecto de ley y que no se oponen simplemente porque vayan a perder unos privilegios. Ahí el Gobierno ha fracasado estrepitosamente: no ha sabido explicar su proyecto.
Nadie puede discutir que la universidad en su conjunto necesita una profunda reforma, pero debería primero consultar tanto a los estamentos educativos como al resto de la sociedad. La nueva universidad del siglo XXI debe romper viejas endogamias y abrirse a la sociedad, pero no puede ser la Universidad del PP. Debe ser una universidad abierta y plural que cumpla eficientemente con las funciones que tiene encomendadas.