La cumbre europea de Copenhague ha sido una de las más decisivas de la historia reciente del viejo continente. La decisión de abrir las puertas de la Unión Europea a diez nuevos países en el plazo de un año y medio supondrá, en la vida real, modificar de forma radical y para siempre el mapa y el destino del viejo mundo.
Nadie ignora que la historia europea se ha visto jalonada de guerras, enfrentamientos, épocas de terror y, durante la Guerra Fría, de una separación en bloques que, a la postre, ha dibujado una Europa de primera y otra de segunda.
Ahora, la valentía de los Quince y el esfuerzo realizado por todos esos países han posibilitado que esa nefasta realidad pase a la historia y empiece un nuevo futuro de paz, prosperidad y comunicación entre los pueblos.
Pese a todo, la proyectada ampliación tiene también sus sombras. Especialmente para España y los países más pobres del continente. Porque las naciones que van a incorporarse a la UE suponen para nosotros -especialmente en sectores como la agricultura, la ganadería o la industria- una seria competencia. Ya lo advertían en días pasados los expertos: España debe hacer un esfuerzo sobrehumano para ganar en productividad si no quiere que rumanos o búlgaros, por poner dos ejemplos de países con salarios muy competitivos, le coman terreno. Problema éste de la productividad que, para colmo, no es el único. Pues una vez formalizada la ampliación, parte de los famosos fondos de cohesión que España ha estado recibiendo durante décadas por ser un país pobre dentro de Europa, irá a parar a esos nuevos socios más pobres aún.
De forma que la excelente noticia del fin de la posibilidad de una guerra en el continente -hace sólo diez años acabó la de Bosnia- conlleva también algunos quebraderos de cabeza para nuestros dirigentes políticos.