Es más que probable que si José María Aznar pudiera retroceder en el tiempo y designar a su sucesor en la candidatura a la Presidencia del Gobierno por el Partido Popular tras anunciar su decisión de no presentarse a la reelección, en lugar de dejarlo en el aire como hizo, lo haría sin vacilar. Ya que ahora, en un futuro próximo, se va a ver obligado a hacerlo en las peores circunstancias. Aznar no veía entonces a los socialistas como posible alternativa de poder en la España que a su juicio iba bien, y disponía de una calma que ahora se ha trocado en inquietud. A mayor abundamiento, contemplaba las elecciones autonómicas y municipales de mayo de 2003 como un factor que indiscutiblemente jugaría a su favor, admitido el valor de test que estas elecciones suelen tener de cara a las siguientes legislativas. Pero las cosas han cambiado substancialmente. Desde entonces, el Gobierno ha padecido una huelga general debido a la reforma de las prestaciones por desempleo, se ha enfrentado a la movilización estudiantil contraria a la ley de calidad de la enseñanza, ha visto crecer la inflación y el paro, ha sufrido la derrota ante la opinión pública en el debate parlamentario sobre los presupuestos al subvalorar la capacidad de maniobra del líder de la oposición, y finalmente su imagen se ha deteriorado de manera prácticamente irreversible debido fundamentalmente a la mala mano con la que se ha conducido el asunto del «Prestige». El marco en el que Aznar va a designar a su sucesor es de signo muy contrario al que hubiera sido un tiempo atrás, cuando para el Partido Popular soplaban aires de victoria. Y lo peor del caso es que de aquí al próximo otoño, cuando está previsto que se anuncie el nombre del sucesor, a los conservadores se les pueden amontonar aún más problemas. Ser el heredero de Aznar no supone hoy comerse una perita en dulce, y quien sea designado para ello tendrá todo el derecho a reprocharle al actual presidente su falta de agilidad a la hora de tomar la decisión.
Editorial
Una decisión aplazada