Hoy se cumplen treinta años de aquel fatídico golpe que derrocó a Salvador Allende en Chile y llevó al poder a Augusto Pinochet, instaurándose en el país un cruento régimen que tiene en su macabro haber múltiples asesinatos, torturas y vejaciones. El asalto al Palacio de La Moneda en 1973 y la muerte del presidente constitucional ponía fin a una época que había despertado enormes ilusiones, porque abría la posibilidad de acabar con una era oscura y de poner fin a la corrupción de la Administración chilena.
Pero desde Estados Unidos se contemplaba con preocupación la evolución de un país en manos de un presidente socialista y tanto era el desasosiego que la maquinaria de los servicios secretos norteamericanos, la CIA, se puso en marcha para dinamitar el Gobierno de Allende. Los militares fueron los ejecutores de un sangriento plan en el que los grupos capitalistas más reaccionarios tuvieron también un decisivo papel. Algunos historiadores apuntan que, tal vez, la gota que colmó el vaso fue la prolongada visita de Fidel Castro, quien permaneció un mes en Chile. Sólo la posibilidad de un escoramiento hacia el comunismo levantaba ampollas en la Administración de EEUU.
Aquel golpe de Estado supuso un duro golpe no sólo para el país, sino para los mismos sistemas democráticos, y, muy en especial, para los partidos de izquierdas que veían como se había destruido por la fuerza un régimen democrático y constitucional. Tras Allende llegó el terror y la muerte, la represión brutal a la que fueron sometidos miles de ciudadanos por parte de unos hombres que aún no han rendido cuentas ante la Justicia por todas las atrocidades que cometieron. Transcurrido el tiempo y con la perspectiva de los años, muchas cosas han cambiado, pero todavía hoy cabe preguntarse si aún hoy volvería a suceder lo mismo.