Uno de los ejes sobre los que se construye la democracia es la estricta separación entre la Iglesia y el Estado, un hecho que todavía no se da en muchos países y regiones -recordemos el caso de la vigencia de la shariao Código Penal musulmán en algunas zonas de Àfrica donde se condena a las mujeres a morir lapidadas por cometer adulterio- creando situaciones intolerables en pleno siglo XXI. De ahí que en Francia -donde viven más de cinco millones de musulmanes en su mayoría reacios a integrarse en el estilo de vida occidental y donde se asienta la mayor comunidad judía de Europa, además de una mayoría cristiana- se haya abierto un amplio debate para determinar la conveniencia de prohibir el uso de símbolos religiosos ostensibles en las escuelas públicas (el velo, la kippá o grandes cruces), en centros hospitalarios y en lugares de trabajo, aunque sí permitiría el uso de pequeños símbolos como cruces, estrellas de David o pendientes islámicos.
La polémica está servida y hay quien defiende la libertad de culto como un bien supremo del Estado de Derecho que se vería vulnerado con esta ley que propone Chirac. Sin embargo, está claro que, aunque uno puede practicar la religión que desee sin ninguna traba, el laicismo de un Estado -como ocurre también en España- aconseja que los asuntos religiosos se queden en el ámbito privado -familiar o parroquial.
Con todo, las minorías se sienten atacadas, pues bien es cierto que, por ejemplo, los días festivos del calendario -los domingos, la Semana Santa y las fiestas navideñas- se asientan sobre bases religiosas cristianas y, por lo mismo, deberían modificarse. No será sencillo armonizar ambas posturas pero es un debate que debe afrontarse y, como siempre, intentando que la serenidad se imponga.