Las conclusiones del informe más reciente de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) no pueden dejar las cosas más claras: Occidente necesita extranjeros para impulsar su crecimiento. Y eso es algo que los ciudadanos de los países desarrollados deben entender más allá de esos fenómenos que de la inmigración se reflejan en las páginas de sucesos de los principales medios informativos. Regulares o irregulares, con presencia en los incidentes de las pateras, o en los que se registran en los atiborrados camiones, los trabajadores que llegan de lejos construyen casas, trabajan en la agricultura y llevan a cabo labores sociales. En definitiva, ayudan a cambiar la estructura de las sociedades desarrolladas y facilitan la movilidad profesional de los individuos de las naciones que los reciben.
Hoy, la contribución de la inmigración tanto al crecimiento demográfico como a la potencia laboral de los países ricos es tan decisiva como innegable. Guste o no, el porcentaje de extranjeros llegados a los países europeos -por ceñirnos a la realidad más próxima- ha crecido exponencialmente en los últimos años. La participación de los inmigrantes en el mercado de trabajo es, en la actualidad, equivalente o superior a su contribución demográfica en la mayoría de países de la OCDE. Lo que significa, entre otras cosas, que están presentes en sectores tan representativos como la construcción, la sanidad, la hostelería, el agrícola o el servicio doméstico. Y habitualmente lo hacen desempeñando los trabajos más difíciles, peligrosos o rutinarios. A partir de aquí, es de toda lógica que se agilicen políticas de racional integración y de incorporación al empleo que vayan mucho más allá del burdo prejuicio o la banal discriminación. Ése es el futuro.