Mucho se está hablando estos días del famoso «euro sanitario», una medida que propone al usuario abonar un euro cada vez que acude a la consulta del médico para conseguir dos cosas: incrementar el presupuesto dedicado a la sanidad y concienciar al paciente del esfuerzo que supone sostener un sistema sanitario como el nuestro, que se dice «gratuito y universal». La medida se está debatiendo y son muchos los pros y los contras que partidarios y detractores de la misma aportan. Lo cierto es que nuestro modelo sanitario es costoso y presenta algunos flancos que convendría apuntalar con periódicas inversiones. Y en ese sentido nunca vendrían mal los millones de euros que se recaudarían por esta vía. Pero hay un problemilla que muchos se empeñan en pasar por alto: la sanidad la costeamos nosotros, empresarios y trabajadores. O sea, no es gratuita como pretenden algunos. Es pagada y muchas veces con antelación. Y tampoco es barata, precisamente, pues a los asalariados nos retienen un porcentaje fijo todos los meses para costear una sanidad que, en algunas ocasiones, ni siquiera se utiliza después. Así que en caso de instaurar el «euro sanitario», volveríamos a pagar un servicio que ya hemos pagado, lo que sería más bien un nuevo impuesto a abonar para incrementar los ingresos de la Administración.
Por otro lado, es positivo concienciar a la población de la calidad y el coste de la atención sanitaria que recibe. Para ello bastaría con remitir, por ejemplo, anualmente, un resumen escrito de todas las consultas realizadas y el precio que habría tenido que pagar de ser privado el servicio. Quizá comparando ese informe con el coste abonado durante el año a través de la nómina, veríamos claramente a qué se ha destinado nuestro esfuerzo económico. Claro que luego está la universalidad del sistema, basado en la solidaridad, de forma que entre todos mantenemos servicios que quizá tengamos la suerte de no tener que usar jamás, pero que salvan la vida de otros.