Fue el presidente del Parlamento vasco, Juan Mari Atutxa, el encargado de depositar ayer ante las Cortes una copia del polémico Plan Ibarretxe para su tramitación parlamentaria, que probablemente desembocará en un debate en marzo, cuando sería ampliamente rechazado por el pleno del Congreso de los Diputados. Teóricamente, ese gesto debería poner punto y final a la aventura soberanista del lehendakari vasco, aunque según ha dejado entrever, piensa seguir en solitario una carrera cuyo final sólo atisba a vislumbrar él y sus acólitos.
No es ésta la salida al problema de Euskadi. Una violencia enquistada desde hace más de cuarenta años y una sociedad dividida prácticamente al cincuenta por ciento hacen de los tres territorios históricos una suerte de polvorín en el que la convivencia pacífica y el progreso racional parecen abocados al fracaso. De ahí que la propuesta de Ibarretxe no sea la más acertada, porque precisamente ahonda en esa división. Y héte aquí el problema: la incapacidad para ponerse de acuerdo en una cuestión vital; hacia dónde va el país y por qué vías.
Con este panorama, la mitad de la población que vive en Euskadi se siente olvidada, discriminada y casi agredida con el Plan Ibarretxe, por lo que difícilmente este proyecto podrá dar pie a una solución al conflicto vasco.
¿Cuál sería la vía correcta? Es la pregunta del millón, pero quizá los vascos podrían mirarse un poco en el espejo catalán, aceptar las reglas del juego comunitario y luchar por sus intereses particulares sin dejar de lado los de la comunidad a la que pertenecen, es decir, al resto de España. Aceptar con elegancia las ideas del rival y covencerse de que el nacionalismo no es la única verdad absoluta. Aunque, ojo, tampoco debe ser despreciado por el otro cincuenta por ciento.