En sus 25 años de existencia conocida, el sida ha experimentado una particular evolución en lo concerniente a la consideración que merece un temible mal, pasándose de ese miedo cerval rayano en la histeria de los primeros tiempos a esa especie de conformismo con el que hoy lo vemos. Y buena prueba de ello la tuvimos días atrás al tener lugar en la sede de Naciones Unidas una asamblea general extraordinaria cuyo objetivo era lograr acuerdos concretos en la lucha contra el sida. Una lectura del documento final elaborado resulta francamente decepcionante, puesto que evidencia que en la lucha contra la enfermedad prevalecen los intereses económicos y los prejuicios religiosos sobre el interés general que debiera inspirar la lucha contra una de las mayores pandemias conocidas. A finales del pasado año, casi 39 millones de seres humanos padecían una enfermedad que desde 1981 ha causado 25 millones de muertes, convirtiéndose así en la primera causa de fallecimientos de hombres y mujeres entre los 15 y los 60 años. Y lo más preocupante de todo es que el sida avanza mucho más rápido de lo que lo hace la Humanidad a la hora de poner en práctica mecanismos de defensa contra el mal. Todo ello debería llevar a poner con urgencia los medios necesarios para detener, o controlar, su desarrollo. Lejos de ello, en el documento de la ONU ni se fija un solo objetivo sobre el número de infectados que se debe aspirar a tratar, ni se establece ningún objetivo económico concreto sobre el dinero que hay que invertir en la lucha contra la enfermedad. En este sentido, las presiones ejercidas por el secretario general de la ONU sobre los más poderosos socios de la organización, Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, han resultado del todo inútiles. Mientras, ante tanta indiferencia, o irresponsabilidad, el sida continúa avanzando.
Editorial
Un sida fuerte, una ONU débil