El informe publicado recientemente por una prestigiosa revista médica británica que eleva la cifra de muertos en Irak tras la invasión a más de 600.000 ha causado una lógica controversia, especialmente si se compara con la cifra de 30.000 que facilitó públicamente hace unos meses el propio presidente de los Estados Unidos. Dicho informe, en cuya elaboración han participado especialistas de las universidades de Bagdad y Baltimore, podrá como cualquier otro ser cuestionado, no obstante al ser el único realizado hasta ahora sobre el terreno, ello lo convierte también en el mejor. Se trata de un trabajo de campo al parecer riguroso y fiable llevado a cabo entre los meses de mayo y julio del año en curso. Como ya hemos apuntado su publicación ha generado la natural polémica y, lo que es más significativo, el que tanto desde la Casa Blanca como desde el Pentágono se hayan emitido comunicados anunciando la permanencia de las tropas norteamericanas en Irak y por ende la continuación del conflicto.
Hace ya tiempo que cunde, incluso entre los propios aliados de los norteamericanos, la sensación de que Bush no sabe cómo salir de una situación a la que le han conducido sus propios errores. Una retirada es a estas alturas imposible, la instauración de un gobierno títere en Bagdad tampoco ha contribuido a la pacificación del país, por lo que a Washington no le queda por el momento más remedio que dejar las cosas como están. En tales circunstancias, la publicación de esos datos que hablan de una terrible sangría se vuelven de forma muy particular en contra de aquellos sobre los que pesa la sospecha de haber intentado hacerla más «presentable». Sea como fuere, transcurridos 40 meses desde la invasión, la muerte sigue enseñoreándose de un Irak desgarrado en su interior y yugulado desde el exterior.