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Editorial

Pena de muerte y derecho a la vida

El nuevo secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon, ha pedido que Irak suspenda las ejecuciones que tiene previstas. Esto sucede después de que fuera ejecutado el ex dictador Sadam Husein y que las imágenes de su ahorcamiento hayan dado la vuelta al mundo. Las autoridades iraquíes consideran que cualquier referencia a este espinoso asunto es una injerencia en la política interna, un planteamiento curioso si tenemos en cuenta que Irak sigue siendo un país ocupado por tropas británicas y estadounidenses básicamente.

En cualquier caso, es evidente que no existe una normativa internacional sobre el tema que pueda obligar a país alguno a suprimir una medida tan anacrónica y bárbara como la pena capital. Una medida que se aplica, además, en algunos regímenes democráticos, como en el caso de los Estados Unidos.

La base de este castigo injusto y ejemplar es una legislación penal que no contempla como objetivo la redención de los condenados, sino la equiparación entre el delito cometido y su presunta reparación, como si se tratara de una simple venganza, con el objetivo de actuar, además, como elemento disuasorio para futuros criminales.

La realidad, sin embargo, demuestra que la aplicación de la pena de muerte no tiene esos efectos disuasorios y la criminalidad se mantiene en porcentajes similares, e incluso, superiores, que en otros Estados que no la aplican. Y debemos añadir a ello que si la condena es injusta, no hay posible marcha atrás.

Todo, por tanto, está en contra de la validez de una pena que atenta contra el derecho a la vida. Los criminales deben pagar por lo que han hecho, con condenas ajustadas a los delitos que han cometido, pero siempre dentro del más escrupuloso respeto a los derechos básicos del ser humano.

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