Si decidiéramos que un asunto cualquiera, al azar, sirviera para determinar la capacidad de nuestros gestores políticos (dejaremos de lado los técnicos, de momento) y ese fuera el del diseño, gestión y mantenimiento de las depuradoras, fuera del periodo de garantías (en los primeros ejercicios de su puesta en marcha) el resultado sería desolador. Nadie ha conseguido esquivar los innumerables problemas que han provocado. Ni una sola de las estaciones de tratamiento ha dejado de tener al menos una incidencia notoria en su quizás ya larga vida, y decimos larga porque en dos décadas la tecnología ha debido avanzar bastante. Como sabrán los lectores, en los últimos meses los problemas de depuración han colmado las noticias en los distintos medios, y tras ellas, han venido los anuncios, las críticas, los reproches, los recordatorios y las réplicas, un espectáculo mediático, el de quién tiene la culpa (ha habido gobiernos de los dos bandos) que a estas alturas poco interesa ya al ciudadano, que sólo quiere saber que el año que viene o el siguiente no tendrá que pasar el bochorno del mal olor, por más que él no tenga la culpa. Prominente en este ejercicio es el caso del traslado de la muy recompuesta e inútilmente reparcheada depuradora de Vila, que todavía este verano ha recordado a visitantes y residentes su ubicación, en una especie de macabro indicador oloroso. Tras años de estériles debates sobre cuál sería la ubicación ideal (que ha quedado demostrado que no existe) llega ahora el periodo de la definición (seguimos sin saber si estará arriba o abajo de sa Coma), que luego se sustituirá por el de la burocracia y, más tarde, por el de las obras. Cuando la administración no es resolutiva el ciudadano acaba dejando de confiar en ella.
Depuradoras, un cúmulo de despropósitos