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Opinión / Montse Monsalve

Prostitución a pie de calle

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Al principio no me di cuenta. Paseaba a mi perra con los ojos fijos en el teléfono móvil hasta que resbalé con un flyer colorido. Cuando me agarré a un coche para no caer, pude ver cómo su luna delantera ilustraba con fotografías que no dejaban espacio a la imaginación todo lo que ofrecían dos chicas llamadas “Trini y Elena”.
Estupefacta, recogí el folleto que había estado a punto de derramarme por el suelo y me di cuenta de que, con una publicidad algo más fina, pero de idéntica intencionalidad, se trataba de “casas de lujo” que ofrecían chicas de 18 años “renovadas cada 15 días para sorprender a su selecta clientela” y curtidas en dotes amatorias. Les aseguro que no soy de las que se escandalizan ante la existencia de practicantes del mal llamado “oficio más antiguo del mundo”, pero que los coches y las aceras de los barrios de mi pueblo se empapelen con sus cuerpos me parece desagradable e innecesario.
Dos panfletos distintos ofreciendo sexo en términos similares y distribuidos por el Paseo Marítimo de Ibiza con ilustraciones demasiado gráficas para un niño. Dos menores pasaron por mi lado con los folletos en una mano riendo y un cigarro en la otra. Mi perra meneó el rabo buscando una caricia, pero su atención solo respondía a los pechos de “Trini y Elena”.
Vivimos en una isla en la que se estima que cerca de 3.000 mujeres ejercen la prostitución durante la temporada desde tacones más altos o más bajos, locales de glamour y lujo o esquinas oscuras.
La prostitución tiene mil caras, mil víctimas y un aroma que por mucho que se intente camuflar sigue oliendo a dominación, a sometimiento y a bajeza. Se puede ser prostituta de un solo hombre o de cien, cobrar en monedas, cenas caras o drogas.
La prostitución no es un delito si se ejerce amparada en la libertad entendida en su aspecto más amplio de la palabra. Delincuente es quien lo promueve y se lucra, el proxeneta o el que se aprovecha de quien no puede elegir, ya sea por edad, coacción o discapacidad.
Las chicas de esos flyers pueden vender su cuerpo al mejor postor si lo desean, pero anunciarlo y empapelar las calles con su oferta sí que va en contra de la Ordenanza Cívica en este caso de Vila, y constituye un delito administrativo. Eso sí, ¿cómo se demuestra que realmente Trini y Elena son quienes han impreso esos folletos y los han distribuido por la ciudad, si nadie las ha visto hacerlo? ¿Ante un juez podrían aludir a dos novios celosos que han urdido una horrenda venganza? Aunque sus teléfonos sean los que figuren, ¿cómo demuestra la policía que son ella quienes lo han distribuido?
Si en su edificio alguien convierte un piso en una mancebía les aseguro, por experiencia, que les será imposible poder denunciar esta actividad, ya que para poder hacerlo debe pillarse “in fraganti” al que paga y a la bien o mal pagada haciendo una transacción económica.
Las sanciones por prostitución en la vía pública rondan los 300 euros, son de carácter leve y recurribles, y en muchos casos se responden con servicios comunitarios.
En el fondo qué más dan unos miles de libelos sujetos a los parabrisas de nuestros coches en la isla de los desnudos desde vallas publicitarias, hordas de animadores que se muestran en todo su esplendor en playas y puerto, o chicas que van en moto por la calle sin más prenda que las proteja de una posible caída que un pantaloncito corto. En el fondo qué importa seguir inculcando en esos críos con los que me crucé y que siguen pensando que fumar es de “hombres”, que las mujeres solo servimos para lo que servimos.
Universidades, tantos derechos enarbolados y tantas mañanas en las que nos despertamos para demostrar que no somos mejores, sino simplemente iguales que los hombres, esparcidos por el suelo para hacernos tropezar con la realidad de un mundo en el que hemos confundido estar a la misma altura con caer en los mismos errores. Lo siento, soy de esas que no saben ni quieren andar con tacones.

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