De pequeño nunca entendí por qué los mayores cada vez que se despedían se deseaban salud. Siempre he sido un chico sano, de los que raramente acudía a Urgencias o al médico de cabecera. O al menos, ése es el recuerdo que tengo. Bueno, a decir verdad, una vez mi abuela Catalina me dislocó el hombro al agarrarme por estar escondido debajo de un mueble. Todavía no había llegado a casa con el brazo en cabestrillo que mi padre tuvo que dar media vuelta porque en el coche se me había vuelto a salir de sitio. También me viene ahora a la memoria cuando mi cuerpo se llenó de granos por haber llorado toda una noche por una derrota del Barça en la final de la Copa de Europa de baloncesto contra la Jugoplastika del croata Toni Kukoc (mi madre siempre cuenta esta anécdota para explicar mi fanatismo culé). Pero, aparte de estos dos sucesos sin importancia, siempre he estado como un roble pese a haber practicado deporte de manera habitual durante muchos años.
Con el paso del tiempo he entendido perfectamente que tener salud es imprescindible para poder disfrutar de nuestro paso por esta vida. Sin ella, ya puedes tener todos los lujos imaginables y todo el amor del mundo, que de nada te servirán. De hecho, hay momentos en los que, por desgracia y hagas lo que hagas, parece que te juegas el futuro a cara o cruz. Esta semana he vivido uno de ellos y, gracias a Dios y a los profesionales que trabajan en el Servei de Salut de nuestro archipiélago, la suerte cayó del lado de mi familia. Pero la lucha continúa, porque pese a ganar una batalla todavía queda mucha guerra y el puñetero cáncer nunca se rinde.