El pasado jueves, mientras amanecía y el autobús me llevaba a la Mola, no pude dejar de pensar en mi tía Toti, maestra rural que dedicó gran parte de su actividad docente a enseñar en medio del campo en Buenos Aires.
«Me levantaba a las 4 de la mañana, me abrigaba muy bien sin olvidarme de las botas de agua y el delantal blanco impecable, ni de llevar la bolsa cargada de útiles escolares que había recolectado entre los vecinos del pueblo para que a los niños no les faltara de nada», me contaba mi tía cuando yo pasaba las vacaciones de invierno en la casa familiar.
La tarea de una maestra rural no era solo enseñar, ejercer de enfermera y asistente social; también consistía en calentar el aula, compuesta por unos bancos y una pizarra, y en cocinar un buen desayuno porque los alumnos, igual que ella, habían hecho largos trechos a pie, o a lomos de un caballo o un burro, con el estómago vacío. Todo por un sueldo paupérrimo. De ahí la ya desconocida frase «más pobre que maestro de escuela».
A pesar de las dificultades, su labor se asentaba en el más profundo amor a su profesión, a los niños y a su educación, no solo en conocimientos académicos sino también en su formación como personas de bien, inculcando la solidaridad, el respeto y el compañerismo.
Todavía hoy, y con más de ochenta años, Toti sigue recibiendo cada Navidad tarjetas de felicitación de sus alumnos, la mayoría abuelos que no se olvidan de alguien que fue todo un referente en su formación.