Jesús con sus discípulos se dirigía hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. En el camino les preguntó: «¿ Quién dicen los hombres que soy yo?». Había diferentes opiniones. El Señor pide a los Apóstoles no una opinión, más o menos favorable, sino la firmeza de la fe. Es San Pedro, quien manifiesta esta fe diciendo: «Tú eres el Cristo». En el Evangelio de San Mateo 16, 13-20, leemos una expresión más explícita: «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Jesús le respondió: «Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en los Cielos. No nos quepa duda, la fe es un gran regalo de Dios».
Ésta es la primera ocasión en que Jesús anuncia a los discípulos los sufrimientos y la muerte que tendrá que padecer. Más tarde lo hará otras dos veces ( Mc. 9,31 y 10,32).
Ante esta revelación, los Apóstoles se sorprenden porque no pueden ni quieren entender que el Mesías tenga que pasar por el sufrimiento y la muerte. Pedro, con su espontaneidad habitual, eleva en seguida una protesta, y el Señor lo reprende.
La misión de Jesús no es terrena sino espiritual, por eso no puede ser entendida con meros criterios humanos. Los designios de Dios eran que Jesucristo nos redimiera mediante su Pasión y Muerte. El sufrimiento del cristiano, unido al de Cristo, es también medio de salvación. «Por la cruz a la luz». En el ambiente hay una especie de miedo a la cruz, a la cruz del Señor. Han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y que no saben llevarlas con sentido cristiano, con visión sobrenatural. Hasta quitan las cruces de los lugares públicos, hospitales, residencias, colegios y hasta de bastantes domicilios particulares, en donde no hay ni un símbolo religioso.
Por la Pasión de Cristo, la cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La cruz es el emblema del Redentor. Allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección.